sábado, 19 de mayo de 2018

Sexta Hipótesis: EL CONFLICTO ECLIPSANTE.

(Todos los humanos tenemos características comunes: somos bípedos, por ejemplo, herbívoros no estrictos, gregarios, necesitamos aproximadamente ocho horas de sueño por día, poseemos la capacidad de pensamiento abstracto... Padecemos conflictos).

Desde hace muchos años vengo sosteniendo que la obesidad no es más que la utilización de la gordura como mecanismo de defensa psicológico.
Me he opuesto siempre a la opinión oficial que sostiene todo lo contrario: la Medicina cree que el problema psicológico del gordo comienza a partir de haber adquirido su gordura.

Llegamos a aquella conclusión a principios de la década del ochenta. Por entonces habíamos formado un equipo que aparte de nosotros, dos médicos clínicos y una ginecóloga, incluía a un psiquiatra y dos psicólogas.
Convencidos totalmente, comenzamos a derivar a los gordos, que a nuestro parecer se mostraban como obesos, a los tres que estaban entrenados para tratar problemas de la psiquis.
El entusiasmo del principio era muy grande (téngase en cuenta, para nuestra disculpa, que todos teníamos por esas épocas alrededor de cuarenta años menos que ahora).

Después de la absoluta confirmación de que no son las calorías sino los hidratos de carbono los que producen la gordura, el “descubrimiento” más importante, la idea más progresista, era la redefinición de la palabra obesidad.
Todos nos sentíamos exultantes: “habíamos comenzado a transitar el camino de la resolución definitiva de tan complejo problema” “¡Estábamos seguros!”. Teníamos un arma poderosa para derrotarlo: aparte de reeducación alimentaria, psicoterapia paralela, y sanseacabó.
Obviamente presuponíamos que la combinación de terapias no habría de resultar en todos (así funciona la medicina), pero soñábamos conque en un gran porcentaje de ellos el éxito coronaría nuestros esfuerzos. En nuestra opinión más pesimista decíamos: “es mil veces mejor un pequeño número de recuperados que casi nadie”. Casi nadie es todo lo que conseguían los tratamientos ortodoxos o heterodoxos de la obesidad por esas épocas ( y, digámoslo de una vez, …por estas épocas también).
En una lista muy ordenada comencé a anotar los datos de cada uno de los pacientes que derivábamos a cualquiera de los tres psicoterapeutas.

Los principios fueron decepcionantes.
Luego de algunos años y de cientos de pacientes derivados ninguno había resuelto su problema. Estábamos abrumados por el rotundo fracaso.
“—Hay que cambiar de corriente terapéutica—“ fue la orden de emergencia que nos impusimos los médicos del grupo, por lo que comenzamos a derivarlos a otros psicólogos, a otros psiquiatras, de otras escuelas, esperando el éxito tan soñado al principio.
Pero el éxito jamás llegó. Ninguna corriente del pensamiento psicoterapéutico nos dio frutos.

Cuando a principios de los noventa anoté en mi cuidada lista al paciente seiscientos treinta y siete, decidimos ya no derivar más a ninguno.
Tendríamos que arreglarnos solos.

En enero de 1998 concurrió a mi consulta una joven de veinte años, extremadamente gorda  que se había sometido ya a todos los tratamientos imaginables sin “ningún resultado”.
En su primera consulta se la veía muy entusiasmada (en realidad todos se ven muy entusiasmados en la primera consulta) pero mi experiencia de tantos años me decía que no conseguiría mucho con ella. Quiero decir que no podía imaginarla alguna vez delgada y esbelta, y eso, como siempre, me puso muy mal.
No hace falta que lo aclare, pero ya, a esas alturas, sabía internamente que reeducando su alimentación y ayudándola con  la mejor terapia de apoyo que pudiera ofrecerle, por mas fervor que pusiéramos en la empresa, no podríamos conseguir más que un decepcionante fracaso (desengordaría mucho o poco, pero luego volvería más o menos al principio, como ocurre en la inmensa mayoría de los obesos y en muchos de los preobesos -más adelante le explicaré qué quiero significar con esta palabra-)
Teníamos por costumbre pedirles a nuestros pacientes que traigan con ellos unas gotas de la primera orina de la mañana cada vez que venían a control, para con un simple pero muy efectivo análisis medir el grado de cetonuria de cada uno. CETONURIA es la presencia de cetonas en orina. Su presencia la detectábamos al poner la orina en contacto con un reactivo denominado "de Rothera" y algunas gotas de amoniaco; eso hacía que el color ámbar de la orina virara al violeta, en intensidades variables. A cada intensidad se la califica con cruces (+). Si es un violeta apenas perceptible le otorgábamos solo una; si era perceptible pero muy suave, dos cruces; si era notoriamente violeta pero transparente, tres; si era tan intensamente coloreado como para impedir ver al otro lado, cinco cruces; y entre tres y cinco: cuatro. En todo proceso de adelgazamiento las grasas de reserva pasan al hígado y éste las transforma en glucosa que, como recordará, es nuestro combustible. En esa transformación de lípidos a hidratos de carbono quedan restos químicos que se denominan “cuerpos cetónicos”, que como casi todos los restos químicos de nuestro metabolismos son eliminados por la orina. Estos cuerpos cetónicos o cetonas son muy importantes, ya que si en la orina de una persona que está bajo tratamiento dietético y está perdiendo medidas y peso no se encuentran es que no está adelgazando, está enflaqueciendo, como le explicaba en la quinta Hipótesis.

Mi hábito, como le contaba, es cuantificar la cantidad de cetonas en la orina con cruces (de cero a cinco). Si la cetonuria es negativa, es que el paciente ha cometido muchas transgresiones o errores. Si el resultado es de una o dos cruces, la semana ha sido relativamente buena; si es de tres o cuatro, muy buena. Si tiene cinco cruces: excelente.
Pero a mi muchacha las cosas no le iban muy bien. Su cetonuria era, semana a semana, negativa o tenía cuanto más una cruz.
En la quinta visita vino acompañada por su madre. Ella quería disculpar a su hija diciendo que “no se enganchaba” en la propuesta, que “siempre comía alguna cosita” fuera de lo aconsejado, y que la causa era su gran preocupación por el mal estado de salud de ella, su mamá.
Mamá tenía un importante problema gástrico que los especialistas no atinaban a resolver, y mi paciente, muy preocupada por ese motivo, comía con alguna frecuencia cosas “prohibidas” a causa de la angustia que le provocaba tal situación.
Era la última persona que atendía esa noche, por lo que teníamos todo el tiempo por delante para discutir el tema.

Recuerdo haber comenzado la charla a partir de un cuento de mi infancia. El de aquel señor que en una noche de sábado caminaba por la calle atormentado por un horrible dolor de muelas, y se encuentra con un amigo que le pregunta el porqué de su padecimiento.
Cuando el personaje le explica su tormento, el amigo le aconseja consultar inmediatamente a un odontólogo. El pobre, a duras penas, consigue contarle que ya ha ido a la consulta de los tres que hay en el barrio pero que por diferentes motivos ninguno se encontraba en casa. Entonces su compasivo interlocutor le promete que él, instantáneamente, le hará olvidar el tan terrible malestar, por lo que le pide que ponga una mano en la pared, luego de lo cual le propina un terrible golpe en los dedos. El dolor de los dedos aplastados por tan feroz golpiza es tan terebrante que hace que el de muelas se olvide, tal como había asegurado el ocasional sanador.

Un dolor mayor hace desaparecer a otro menor. Igual que una alegría menor es opacada por una mucho mayor. O una pena por otra más intensa.

Desde que tenemos uso de razón hemos aprendido que así funcionan nuestros sentimientos: una pasión muy grande eclipsa a una más pequeña.

Y eso pasa con los conflictos. Un gran conflicto empalidece a uno de poca monta, pero si es muy importante hasta puede diluir a la suma de varios más pequeños.

Se aclararía mejor lo que quiero decirle si calificamos a todos los conflictos con puntajes del uno al diez.
Digamos que un conflicto de nivel tres deja de preocuparnos si al tiempo de transcurrir nos vemos envueltos en otro de calificación cinco. Le daríamos tanta importancia al segundo que el primero quedaría, literalmente, borrado de nuestra conciencia (por lo menos durante el tiempo en que estemos pensando en el conflicto mayor, por lo que cuanto más tiempo nos insuma, el menor perderá cada vez más relevancia). (Los humanos estamos dotados con el maravilloso don del pensamiento, pero es muy difícil pensar en dos cosas al mismo tiempo. Ése es el “secreto del éxito” del conflicto eclipsante: nos cuesta pensar en otra cosa mientras él esté ocupando nuestra mente).

Todos estamos rodeados de muchísimos conflictos diferentes, y la solución de la inmensa mayoría de ellos no están en nuestras manos. Y no lo están porque no sabemos, no queremos, no podemos o ni siquiera nos animamos a intentar solucionarlos.
Y semejante cantidad de conflictos insolubles nos abruma.
Pero no nos abruman tanto los conflictos en sí, sino la incertidumbre que nos produce su permanencia en nuestras vidas (son las incertidumbres las responsables del famoso stress).
El no saber si alguna vez, o cuándo, serán resueltos puede llegar a enajenarnos.

Y como no podemos vivir con tanta incertidumbre, hacemos, inconscientemente, lo que la vida nos ha enseñado: nos “metemos” en un conflicto que eclipse a todos los demás.
Digamos, volviendo a las matemáticas, que si todos juntos suman siete, nos involucramos en uno (volvámoslo a decir: inconscientemente) de grado ocho, por lo que todos los otros dejan de tener valor. Por lo menos el valor de hacernos sufrir por ellos.
Y uno engorda, por ejemplo, y como la gordura es tan minusvalidante en estos tiempos, adquiere tal dimensión que opaca a cualquier otra pena (inclusive a la suma de muchas otras penas).
La gordura, que es el conflicto que nuestro inconsciente ha elegido, tiene una aparente condición muy importante: puede uno salir de  ella “ni bien se lo proponga”, creen erróneamente todos (—Cuando yo lo decida, adelgazo).

La charla no surtió efecto en mi joven paciente, pero la idea quedó definitivamente afincada en mi conciencia, en la parte de mi cerebro que se dedica a la comprensión de tan intrincado asunto.

Como era de esperar, desde el día siguiente comencé a comentarlo con mis otros pacientes que sufrían problemas semejantes. Gracias a Dios muchísimos de ellos son extremadamente inteligentes, por lo que poco a poco nos fuimos adentrando en lo más profundo del tema.

“EL CONFLICTO ECLIPSANTE”, ésa era la cuestión.

El panorama se abrió como un abanico.
Allí está el secreto de todo, y durante más de veinte años no nos habíamos dado cuenta.
A partir de ese momento comencé a entender muchas otras cosas: ¡En cuántos conflictos nos “metemos” los humanos, pensando que de ellos podremos salir cuando nuestra voluntad lo disponga, para así opacar los sufrimientos que nos producen aquellos por los que no podemos hacer nada para resolver..!
Una paciente, también de apenas veinte años, me dijo unos días después, y con total seguridad, luego de hablar de todo esto —No ha de haber en el mundo alguien que no tenga algún conflicto eclipsante.

Muchos de los gordos que me consultan (la inmensa mayoría) se “meten” en la gordura, sin quererlo por supuesto, con el objeto subterráneo de buscar un conflicto para, inconscientemente, disolver, enmascarar, diluir, minimizar, a todos los demás.
A partir de transformarse en gordos discriminados, rechazados, minusvalorados (autominusvalorados), las demás penas del alma pasan a un segundo, a un tercer, plano —El problema es que “soy” gordo— piensan todos ellos.
Pero ¿qué pasa si el nivel de la suma de todos los otros conflictos aumenta?. Todos lo saben; los gordos lo saben. Cada vez que algo, repentinamente, deja de funcionar o comienza a funcionar mal, sienten una irresistible compulsión por comer.
“Angustia oral”, se le llama. (O se le llamaba. En realidad hace mucho tiempo que no escucho esa tonta expresión.)
—Cuando me siento angustiado, contrariado, desasosegado, enojado, con nuevas incertidumbres... Me da hambre.
—¿De comer carne asada o algún trozo de fiambre?— les pregunto malintencionadamente.
—No, eso no.
—¿Quizá un buen trozo de queso y maníes?
—¡No, no!— me responden siempre.
—¿Qué, entonces?
—...No sé... Pan, facturas, chocolate, helados...
—Cosas que engordan, ¿no?
—...Y... Sí...
—Entonces ¿Qué le da... Ganas de comer o necesidad de engordar un poco más?— les cuestiono en un tono efectista.
—.....................................................................— (Silencio acompañado de una mirada de desconcierto).

Eso les da en realidad: ”necesidad de engordar”. Necesitan elevar el nivel de conflicto eclipsante.
Si la suma de todos los anteriores era siete, y con el ocho de su gordura lo camuflaban, ahora que esta nueva contradicción los subió, digamos a ocho punto treinta, necesitan elevar el eclipse a más de ocho con cincuenta para que todo, otra vez, vuelva a ser anulado por el conflicto que, ahora alimentado por la culpa de haber ingerido cosas que lo agravan, llegue a esa calificación.


Todos los conflictos pueden ser resueltos en mayor o menor medida.
A todos ellos los podríamos dividir en dos grupos. Se me ha ocurrido que para que la idea que pretendo transmitirle sea más inteligible (y para que podamos, yo mismo, mis pacientes y los lectores, asimilarla mejor), denominarlos así:

* Conflictos del primer tipo, y

* Conflictos del segundo tipo.

Los del primer tipo son aquellos cuya causa desencadenante puede ser eliminada. Y si eliminamos la causa que produce un conflicto, éste queda automáticamente resuelto. (“Muerto el perro se acabó la rabia”, decían nuestros abuelos, y vale como un simple y rápido ejemplo.)
Los del segundo tipo son los que la causa que los ha producido no puede ser eliminada –cualquiera sea el motivo de esa imposibilidad– (Un duelo podría ser uno de ellos. La aparición de una enfermedad crónica como la diabetes, podría ser otro; quizá un divorcio...).

Todos sabemos que hay solo dos maneras de resolver un conflicto*.

*N del A: El lector advertirá una desagradable redundancia en el uso de la palabra conflicto. Podría haber usado algún sinónimo para hacer menos fatigosa la lectura: dificultad, apuro, apremio, contrariedad, enojo, tropiezo, problema, complejidad, peligro, aprieto, trance, ahogo, brete, embrollo...y hay más, pero he decidido usar tan solo “conflicto”. La reiteración del término es poco elegante, pero totalmente intencional. Me suena más rotundo.

Hay solo dos maneras, decía.
1.– Eliminar la causa que lo produce.
Es la manera ideal, la más deseable. Si uno elimina la causa que lo produce, el conflicto desaparece. (Esto, obviamente, solo puede conseguirse con los del primer tipo.) Mas si la causa que lo desencadenó no puede ser erradicada, hay otro camino:
2.– Adaptarse a vivir con el conflicto.
Si uno se adapta a vivir con un conflicto cuya causa original no puede ser eliminada (conflicto del segundo tipo), el mismo deja de ser tal... Se resuelve.
Allí está el secreto.

Los obesos tienen una, quizá, congénita incapacidad para (o a lo largo de su vida no han aprendido cómo, o ni siquiera se atreven a intentar) adaptarse a convivir con los conflictos del segundo tipo.
Ellos, ante los del primer tipo no se ven en problemas. Cuando a un conflicto se lo puede resolver eliminando la causa que lo origina, lo hacen como cualquier otra persona. Pero cuando esa no es la forma posible, su dificultad para adaptarse a vivir con ellos es tal que se ven en la imperiosa, inconsciente y subterránea necesidad de eclipsarlos (engordando, o haciendo algo por agravar la gordura preexistente, por ejemplo).

Esta última reflexión me ha aclarado muchas cosas oscuras que había observado, desde hace años, en una gran cantidad de pacientes obesos.
Me refiero a aquellos que se mostraban tremendamente exitosos en sus actividades laborales o intelectuales (profesionales, obreros especializados, empresarios, artistas...).
Cuando con el correr de las consultas nos íbamos adentrando en los vericuetos de la vida privada, extracurricular, de cada uno, notaba en la inmensa mayoría que las cosas en general no estaban demasiado bien. (En casi todos ellos, en realidad, estaban muy mal.)
No entendía como podían ser tan brillantes en algunos aspectos de sus vidas, y tan opacos en otros.
Ahora creo que comprendo todo.
El éxito en sus actividades laborales o artísticas se construye y refuerza a partir de resolver conflictos para los cuales se han entrenado o tienen condiciones innatas para lograrlo. En las profesiones, en los trabajos, en las empresas, en el arte, la inmensa mayoría de los conflictos son del primer tipo, por eso la educación, el entrenamiento o las dotes naturales de cada cual, les hace más o menos sencillo el eliminar, con decisiones acertadas, las causas que los producen.
En el resto de la vida de cada uno, en la cotidianeidad familiar, en todo lo que es absolutamente personal y extralaboral o extraprofesional, muchos de los conflictos son del segundo tipo, por lo que, como hemos dicho antes, para resolverlos deben adaptarse a convivir con ellos. Y es su incapacidad de adaptación a los mismos lo que los obliga a utilizar el mecanismo del eclipse como casi el único recurso que les permite desempañar, aunque más no sea un poco, su felicidad.

Existe algo más que todo el mundo cree saber: la gordura es la promotora de un sinnúmero de afecciones que de ella derivan: diabetes; aumento de las cifras de colesterol y triglicéridos, y descenso de las del bienhechor HDL colesterol en el torrente sanguíneo; aumento de los valores de la presión arterial... Como consecuencia de todo lo anterior: mayor incidencia de aterosclerosis, problemas cardiovasculares, etc. etc. etc…

Pero nada de esto es cierto (Ya argumentaré esta afirmación más adelante).
Y como todo gordo “sabe” aquello, cuando ante un compulsivo ataque por consumir cosas que engordan; o ante el abandono de una dieta adelgazante que al parecer “estaba dando resultados”; o ante la inopia, ante el —No hago nada por mi gordura— el nivel de conflicto aumenta los grados que cada cual quiera imaginar. Por lo que, en consecuencia, todos los otros preexistentes o los nuevos que aparezcan o el agravamiento de alguno anterior, descienden a un plano tan bajo que su mente directamente los desecha. Están tan eclipsados por el conflicto dominante… (—¿Qué estoy haciendo de mi vida?. Con la diabetes que tengo, con mi hipertensión y con lo que aumenté de peso en la última semana, y acabo de comerme semejante porción de postre helado...) están tan eclipsados, decía, que no tienen tiempo de pensar en ellos. Y si no dedican tiempo a meditarlos, descubren que les duelen mucho menos.


Nota a los psicólogos y psiquiatras:
Pido, humildemente, perdón por la irreverencia de introducirme en un campo que es de su absoluta competencia. Perdón por exponer esta hipótesis en un idioma tan llano; por el poco, nulo o, tal vez, pésimo uso de la terminología de vuestros conocimientos, mas me he animado a hacerlo porque en las largas charlas que sobre estos temas he tenido con algunos de mis pacientes, casualmente psicólogos y psiquiatras, los noté, siempre, muy interesados en mi exposición de estas ideas, lo que me ha dado el coraje necesario como para exponerlas aquí.
Sin ser nadie en esta rama del arte de curar, creo que si lo fuera (realmente me gustaría ser experto en la materia) trataría de enfocar mi terapia en adiestrar al gordo, que por su gordura me consultare, para que aprenda a adaptarse a vivir con los conflictos existenciales cuyas causas desencadenantes él no puede modificar, sabiendo de antemano que si no lo conseguimos, el problema que lo trajo a mi consulta no tendrá ninguna solución.A fines de los 90 una paciente, al hablar del conflicto eclipsante, comentó que siendo un proceso inconsciente, la consulta con un psicólogo sería una segura solución. Mi respuesta fue negativa, y se me ocurrió justificar mi escepticismo con una figura —Mire—  le comenté —en Japón existe la costumbre de recolectar perlas con inmersiones a pulmón. Es un trabajo realizado generalmente por mujeres a las que se les denomina Amas. Ellas solo pueden llegar a 20 ó 25 metros para atrapar ostras, pero hay ostras, quizá mucho más prometedoras, a mucha mayor profundidad, por lo  que les son inalcanzables. Allí tendrán que intervenir los buzos.
Con la psicología se me ocurre que pasa algo parecido: tan solo se puede llegar a una cierta profundidad en el inconsciente de las personas a las que se asisten; pero, como las Amas, no más profundamente. Volviendo a la figura de las amneistas (las que se sumergen aguantando la respiración), los psicólogos solo pueden ayudar a quienes tienen, digamos, conflictos que no superan los 25 metros de profundidad. La obesidad seguramente ha de estar a mas de cien metros en lo profundo, por lo que sin equipo adecuado ni los psicólogos ni los psiquiatras pueden llegar tan hondo… Y aún no se han inventado equipos de buceo que puedan lograr eso.

Cuando me senté a redactar esta hipótesis, el trabajo aparentaba ser casi imposible.
Desplegar lo que para mí es un formidable cúmulo de ideas en forma inteligible y convincente me obligó a reescribirlo, de cabo a rabo, cuatro veces, y muchas más ir haciendo correcciones que pensaba necesarias en cada relectura. Se me hacían imprescindibles.
Cuando después de tanto trajinar llego a esta parte del capítulo se me plantea un problema aún mayor (una verdadera tormenta intelectual, le comentaba una noche a un grupo de amigos): ¿Qué pensará un obeso al llegar a este punto de la lectura con respecto a la posibilidad de eliminar el problema que le indujo a leer este trabajo?

Es harto probable que se sienta muy mal a estas alturas –yo me sentiría así, soy absolutamente consciente de eso, si tuviese su problema–.
PERO NO DESESPERE.
Es seguro que vamos a encontrar o a imaginar algunas actitudes productivas que hagan que su fe vuelva a hacer acto de presencia.
Siga leyendo, aún no está todo dicho.

Es también muy seguro que algunos de mis colegas, o de otros profesionales que se dedican al abordaje de estos temas, se sientan contrariados con el mensaje, o no estén de acuerdo con él.
Si así fuera, les ruego encarecidamente (si realmente tienen legítima vocación por llegar alguna vez a la resolución de tan espinoso y universal conflicto) me lo comuniquen, lo discutiremos, intercambiaremos ideas.
Les pido por favor que utilicen la cuota de escepticismo que Dios les ha dado en su formación para estar de acuerdo conmigo en por lo menos una cosa: aceptar que las cosas como van, no van.

1 comentario:

  1. Simplificando mucho: si tus problemas tienen solución no te preocupes, y si no la tienen para qué te vas a preocupar.
    Pero me cuestiono quien tiene la capacidad o adiestramiento para identificar los problemas que tienen o no solución. Los conflictos en este caso...
    Abrazo

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