sábado, 19 de mayo de 2018

Finalmente, toda la verdad revelada.

(A LOS QUE HAN LEÍDO EL SECRETO DE LA OBESIDAD LES AVISO QUE LO QUE SIGUE SE PARECE MUCHO A ÉL... ES QUE HA SIDO LA MÉDULA DE ESTE NUEVO BLOG. PERO CUANDO LO LEAN SE DARÁN CUENTA DE QUE HAY DIFERENCIAS. Y QUE TODAS SON FELICES DIFERENCIAS)

ESTE BLOG NO ESTÁ DEDICADO AL CUERPO
DE LOS GORDOS, SINO AL ALMA DE TODOS.

Y MUY ESPECIALMENTE A MIS COLEGAS. Y A NUTRICIONISTAS, DIETISTAS Y PSICÓLOGOS QUE SE ENCARGAN DE TRATAR EL CONFLICTO DE LA GORDURA-OBESIDAD.



DEDICATORIAS:
Dedico este trabajo a Marita, mi esposa y secretaria, por su comprensión demostrada al disculparme el tiempo que le resté a compartir con ella, entre mis horas de consultorio, para dedicárselo a este blog; y a mis hijos Marcelo, Pablo y María Lelis, por haberme acompañado, también, con su comprensión y sus críticas.
Porque siendo ellos los obligados lectores anticipados de cada Hipótesis, supieron opinar acertadamente sobre los errores que encontraban en cada una.
Porque los amo y, gracias a Dios, los siento siempre a mi lado.
Y a mis pacientes, ya que sin su colaboración este trabajo no hubiese sido posible. Es por eso que en la portada, al lado del nombre del autor figura “y Col”. Es en su homenaje, y en agradecimiento.
Y a tres personas entrañables, por orden de aparición: Alcira Bas, María Dolors Norte y Míriam Edith Negro (Mirín). Cada una de ellas sabe el porqué.


EN MEMORIA DE:
Tres de mis magníficos profesores. Tres de mis arquetipos:
El Dr. Profesor Juan Pedro Picena: porque me enseñó que un buen médico es el que ama a sus pacientes más que a la misma Medicina.
El Dr. Profesor Guillermo Ferrari del Sel: porque con él aprendí algo que jamás dejaré de agradecerle, que un médico que piensa distinto de lo oficial tiene terminantemente prohibido callarse la boca.
El Dr. Juan José Gianni: porque fue quien me introdujo en la mágica aventura de la relación médico–paciente.
Y de dos seres especiales, uno el Dr. Paco Maglio, del que no tengo la necesidad de explicar el porqué de este recuerdo, ya que todos los que tuvieron la suerte de escuchar sus maravillosas reflexiones lo entenderán; y el segundo, alguien a quien no tuve la dicha de conocer pero que de haberlo hecho, estoy seguro, nos hubiésemos transformado en amigos: el Dr. Carl Sagan. Él me confirmó que mis viejas ideas sobre el escepticismo y en contra del dogma, no eran el producto de aquella fogosa imaginación juvenil, sino la más pura de las realidades.


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Si usted está leyendo este trabajo, es porque 
la obesidad es un tema que le interesa directa 
o indirectamente, porque la padece, porque ama a alguien que la soporta o porque es alguien que se dedica a su tratamiento. Lo que  pretendo con él es que cambie radicalmente su manera de ver las cosas.



ESTE BLOG ES GRATUITO PERO DEBE SABER QUE ME LLEVA MUCHO TIEMPO Y ESFUERZO CONTESTAR CADA PREGUNTA O COMENTARIO EN EL TIEMPO LIBRE QUE ME DEJA MI CONSULTORIO, Y SI SU PROBLEMA ES LO SUFICIENTEMENTE IMPORTANTE, AL FINAL DE CADA HIPÓTESIS LE DEJO MI DIRECCIÓN DE E-MAIL PARA QUIENES NECESITEN CONTARME COSAS QUE CREAN INCONVENIENTE QUE TODOS LEAN EN EL BLOG. 
POR TODO ESTO LES PIDO QUE AQUEL QUE CREA QUE EL TRABAJO LO MERECE, Y PUEDA, REALICE UNA DONACIÓN. NO IMPORTA CUANTO, NO INTERESA SI TAN SOLO ES DE UN CENTAVO, LO TOMARÉ SIEMPRE COMO UN RECONOCIMIENTO O COMO UN SINCERO AGRADECIMIENTO DE AQUELLOS QUE SIENTEN QUE EL MENSAJE LES HA SIDO ÚTIL.

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Índice general del blog

  1. Finalmente, toda la verdad revelada
  2. Prólogo e Introducción.
  3. Primera Hipótesis: NUEVAS DEFINICIONES PARA ANTIGUOS TÉRMINOS.
  4. Segunda Hipótesis: LA GORDURA NO ES UNA ENFERMEDAD.
  5. Tercera Hipótesis: DESCRIPCIÓN DEL PROCESO FISIOLÓGICO DE ENGORDAR.
  6. ANEXO A LA TERCERA HIPÓTESIS.
  7. Cuarta Hipótesis: DESCRIPCIÓN DEL PROCESO FISIOLÓGICO DE ADELGAZAR.
  8. Quinta Hipótesis: NO DEBEMOS CONFUNDIR ADELGAZAR CON ENFLAQUECER.
  9. Sexta Hipótesis: EL CONFLICTO ECLIPSANTE.
  10. Séptima Hipótesis: EL ORDEN POR EL TERROR.
  11. Octava Hipótesis: LA GORDURA NO PRODUCE TODAS LAS ENFERMEDADES DE LAS QUE SE LE CULPA.
  12. Novena Hipótesis: LA GORDURA EN LA NIÑEZ.
  13. Décima Hipótesis: LA GORDURA EN LA ADOLESCENCIA.
  14. Undécima Hipótesis: EL “PACIENTE PROBLEMA”.
  15. Duodécima Hipótesis: LOS NEFASTOS ANOREXÍGENOS.
  16. Decimotercera Hipótesis: LA FUERZA DE VOLUNTAD.
  17. Decimocuarta Hipótesis: LA SILUETA FEMENINA.
  18. Decimoquinta Hipótesis: MI PROPUESTA.
  19. Decimosexta Hipótesis: LA ACTIVIDAD FÍSICA EN EL PROCESO DE ADELGAZAMIENTO.
  20. Decimoséptima Hipótesis: CÓMO ELEGIR UN BUEN MÉTODO PARA ADELGAZAR.
  21. La parábola del ABRACADABRA.
  22. MISCELÁNEAS: A) HIPÓTESIS SOBRE POR QUÉ SENTIMOS LA NECESIDAD DE COMER COSAS DULCES CUANDO NOS VA MAL.
  23. B) HIPÓTESIS SOBRE LOS ALIMENTOS DEL INVIERNO Y DEL VERANO.
  24. C) HIPÓTESIS SOBRE LA “ANOREXIA NERVIOSA”.
  25. D) HIPÓTESIS SOBRES LOS PUNTOS DE VISTA REFERIDOS A LA “BULIMIA”.
  26. E) EL ETERNO PROBLEMA DEL DESAYUNO.
  27. F) OPINIÓN SOBRE LOS ALIMENTOS Y BEBIDAS “DIET”, “LIGHT”, “BAJAS CALORÍAS” O "DIETÉTICOS”.
  28. G) HIPÓTESIS SOBRE LA ALIMENTACIÓN DE LAS EMBARAZADAS.
  29. Epílogo.
  30. Decálogo del correcto método para adelgazar (para imprimir y enmarcar).



Prólogo e Introducción.

PRÓLOGO

La ciencia es fascinante.
Desde que el hombre comenzó a desarrollar a pleno su pensamiento científico, el devenir del mundo ha cambiado en forma increíble.
Los logros de la humanidad son incontables, y ha sido el escepticismo el progenitor de todos esos logros: el escepticismo es el padre de todas las ciencias (y su madre es la necesidad).
Pero tienen las ciencias varias asignaturas pendientes.
La obesidad es una de ellas.

Desde hace décadas se han tratado de desentrañar los misterios que la rodean. Miles de médicos (la obesidad es un asunto de médicos) nos hemos afanado para “derrotarla”, pero ella sigue airosa, triunfante y expandiéndose en todo el orbe a su más entera satisfacción.
El “mal” –la obesidad– sigue, en estos tiempos del nuevo siglo, ganándole al “bien” –la delgadez– tan campante como si nadie se le opusiera o, peor, como si un ejército de médicos se le hubiese aliado.
Cada uno ha pretendido imponer “su criterio” para resolver el conflicto que plantea, pero casi todos han caído en el mismo vicio: el viejo vicio del dogma.
Se han creído, y le han hecho creer al mundo, que para lograrlo usan el método científico, pero han dejado de lado el escepticismo y han adorado al dogma, y eso en medicina es la anticiencia.

“...No habían añadido ni una sola idea a los sistemas especulativos de la antigüedad, y toda una serie de pacientes discípulos se convirtieron, en su momento, en los maestros dogmáticos de la siguiente generación servil” decía Edward Gibbon.
Se refería al antiguo imperio oriental, cuya capital era Constantinopla, pero podríamos decir casi lo mismo para este contemporáneo imperio global si nos referimos a los “progresos” logrados en el estudio, comprensión y resolución del problema que nos preocupa.

Hace casi cuarenta años, confieso que jamás supe por qué, el tema se me antojó interesante. Comencé, en esas épocas, a leer todo lo que llegaba a mis manos. Advertí, a partir de allí, con estupor, que el conflicto con el correr del tiempo en vez de encaminarse a una futura solución se complicaba más.
Temerariamente en 1981 pretendí, soberbio, haber “descubierto sus secretos”, entonces publiqué un cándido primer libro para hacer conocer mi postura.
En 1983, ya con más experiencia, creí que “había llegado al fin del problema”, cosa que expliqué en mi segundo trabajo: Basta de dietas.
En el 87 “le di el punto final” con mi Adelgace para siempre; en el 93 “todo estaba dicho” en el Pobres gordos...! Y en el 2000, con El secreto de la obesidad, “asunto terminado”.
A pesar de todo creo que no estuve del todo errado en ninguno de los cinco intentos. El pecado fue creer, a su tiempo, que en cada uno había logrado "la solución".
Hoy, ya maduro, me abochornan mis anteriores pretensiones, y siento íntimamente el temor a que dentro de unos años me sonroje con las pretensiones de hoy (porque hoy me he vuelto tan escéptico que hasta temo crear mis propios dogmas).


Escucho, con esperanzas, los comentarios de la mayoría de mis colegas, pero advierto que casi todos no hacen más que repetir, servilmente, las enseñanzas de sus predecesores. Se me hace harto difícil descubrir en alguno una nueva idea brillante, luminosa, novedosa, progresista, que me haga sentir la emoción de estar delante de un “escéptico innovador del pensamiento”.

Estoy confundido:
¿Por qué tengo que pensar diferente si me eduqué en una Escuela idéntica a la de ellos, si habito su mismo mundo, si me nutro de las mismas fuentes de información, si asisto a pacientes con problemas semejantes?
Pero pienso diferente.
Quizá yo también esté errado, pero siento que pienso muy diferente, y eso me hace sentir feliz.

Estoy absolutamente convencido cuando digo que el dogma es un vicio. Y más: es el vicio que envilece a la ciencia médica.
La medicina lo ha padecido en toda su larga historia. Pero eso no es lo más grave, lo peor es que aún lo padece y que ha de padecerlo por muchos años más (quiera Dios que no sean demasiados).

En el estudio de la obesidad es el dogma el que ha empañado el punto de vista de la mayoría de los investigadores, de los discípulos de maestros que lo fomentaron. Es él el que les hace ver el problema como algo solo perteneciente al cuerpo... Es por eso que se han olvidado del alma.
Ellos pretenden que un gordo se ha de transformar en delgado solo cuando consiga un cuerpo delgado. Aún no se han percatado que un gordo se transformará en “delgado para siempre” –que eso es lo que quieren– tan solo si alguna vez su destino les permite llegar a pensar como lo hacemos los delgados. Allí es donde hay que enfocar nuestra mira, por eso este blog no está dedicado solo al cuerpo de los gordos, sino al alma de todos ellos.

Se olvidan (prefiero pensar que “se olvidan”, porque me disgusta suponer que ni siquiera se han percatado) que la inmensa mayoría de los gordos lo están porque inconscientemente lo necesitan, y quieren obligarlos a adelgazar sin medir las consecuencias que semejante actitud –“logros”, dicen ellos– les acarrearía a su estructura mental si previamente no se los prepara para el cambio.
Quieren que lo logren “por decreto”, y por decreto no se puede adelgazar (ni amar, ni odiar, ni ser bueno, ni malo… ni, mucho menos, escéptico). Y el decreto en este tema es el uso abominable del ORDEN POR EL TERROR –del que hemos de hablar más adelante– que en medicina es la peor de las transgresiones.

Ha de leer aquí muchos conceptos que no van a gustarle.
Estoy seguro de que muchos sentirán una primera sensación de enojo cuando lean ciertas cosas que aquí se dicen, pero también estoy seguro de que al final nos haremos amigos.


“...También sabemos que cruel es a menudo la verdad, y nos preguntamos si el engaño no es más consolador” (Henri Poincaré)

Desde que leí esta sentencia, la tomé como mi lema personal. Seguramente usted ha sido engañado muchas veces (muchas más y mucho peor de lo que en realidad piensa. Después trataré que lo entienda mejor), y se sintió consolado por el engaño. Pues lo siento: mis opiniones no lo han de consolar a partir del engaño (que, como todo el mundo sabe, es el camino más fácil). El consuelo, pretendo, llegará cuando logre convencerlo de que no hay nada de qué consolarse. De esa manera, si lo consigo, se convencerá con regocijo de que en estos menesteres la verdad no es para nada cruel, como quizá aparente en una primera lectura.
Lo que pretendo es que desista del oprobioso sentimiento de culpa que siente “por haber llegado a esto”.

Casi cuarenta años de experiencia es bastante experiencia, a mi modo de ver,
Miles de pacientes, con los cuales he conversado tratando de llegar a lo más íntimo de cada uno, son los suficientes, para mi gusto, como para poder mostrar, con cierta seguridad, un cuadro de situación diferente.

Por favor: no sienta haber encarado ya su último intento.
No presuponga que ya no tiene más nada que hacer. Deme la oportunidad de convencerlo de que eso no es cierto.
Téngame paciencia.


INTRODUCCIÓN

Yo no soy dietólogo ni nutricionista, soy un simple médico clínico (también graduado en geriatría), que un día en la década de los setenta comenzó a interesarse en estos temas.

Y gracias a Dios que no soy dietólogo ni experto en nutrición, porque si lo fuese me moriría de vergüenza cada vez que me enfrentara a un oftalmólogo, a un cardiólogo, a un neurocirujano, a un genetista...
Ellos han hecho tanto por la ciencia...
Han avanzado tanto en sus conocimientos y en sus técnicas terapéuticas; han procurado tanto el bienestar de sus pacientes...
Han logrado tanto que me amedrentaría estar frente a cualquiera de ellos con tan pocas cosas para mostrar en los avances de “mi ciencia” –si fuera yo dietólogo o nutricionista–.
No sabría que responderles si me preguntaran por qué después de más de ciento veinte años de investigación todavía existen gordos en el mundo. Peor si la cuestión fuese sobre por qué ahora hay, en proporción, más gordos que hace un siglo; y saldría corriendo espantado, cobarde, cuando me comunicaran su insidiosa observación sobre que los gordos cada vez están más gordos a pesar de mi ciencia y mis esfuerzos.

Pero yo no soy ninguna de las dos cosas, por eso me siento muy tranquilo y poco comprometido cuando me encuentro con colegas de otras especialidades que han tirado el dogma por la ventana, y que se enfrentan al nuevo milenio con la frente alta, el intelecto en alza... Y la conciencia en paz (“Nosotros, pensarán -creo yo-, hemos cumplido con nuestro trabajo en estas épocas de grandes logros en que nos ha tocado vivir”). Qué orgullosos se sentirán... Y tienen razón de sentirse así.

Cuando atendí por primera vez a una paciente gorda, actué como hubiesen actuado todos: ella protestaba por haber llegado a esa condición, y yo la alentaba en su protesta.
Ella me comentaba que no tenía fe en verse delgada alguna vez, y yo le decía que si seguía mis consejos esta vez sí lo lograría ¡Con total y absoluta seguridad!
Había hecho ya muchas dietas, me contaba, y al dejarlas había vuelto al principio (aunque, me confesaba, “peor que al principio”) con la carga de culpas que cada retroceso le había impuesto... Y yo alimentaba ese sentimiento de culpa.

Por esas épocas me encontraba leyendo un curioso libro –muy atípico– que me había prestado un colega. Su autor era un ex–gordo que “había encontrado” una forma, que a mi se me antojaba extravagante, para su "autocuración", y como le había dado resultado, ahora comunicaba al mundo su fabuloso descubrimiento (años después me enteré de que su descubrimiento no fue más que encontrar en los anaqueles de una biblioteca un libro centenario que decía las cosas que él pretendía haber pergeñado -era la Dieta de Banting, que ya se usaba en 1863-).
El autor, que era norteamericano, pregonaba algo que (¿Quizá por lo antidogmático?) me atraía: decía que no son las calorías las que nos engordan, sino los hidratos de carbono. Basaba sus afirmaciones en algo que, después descubrí, es universal: sus propios logros (aunque años después me enteré de que al morir en un accidente estaba tan gordo como en sus peores momentos).

Yo soportaba un gran problema: nunca había estado gordo; nunca necesité hacer nada para adelgazar. Por eso mis argumentos debían cambiar de estilo para lograr convencer a mi paciente como, se suponía, el médico de marras convencía a los suyos. (En la actualidad no entiendo por qué me preocupaba tanto, al fin y al cabo los obstetras varones nunca han estado embarazados, y lo mismo saben muy bien qué cosas hacer.)

No recuerdo cómo encaré la primera charla, pero Emilia F. (mi primera paciente en estos menesteres del adelgazamiento) se fue convencida con una hojita manuscrita –que solo Dios sabe donde habrá ido a parar– en donde le anoté cuales eran las cosas que podía consumir, según rezaba el famoso colega estadounidense.
Cuando siete días después concurrió al primer control, nos asombramos los dos. Ella porque había bajado más de dos kilos “comiendo sin límites”. Yo, porque lo totalmente antioficial (“anticientífico”, pensaba entonces) había dado el resultado apetecido por ambos.
Y siguió adelgazando con el correr de las semanas.
Obviamente sus amigas comenzaron a consultarme, y a todas les di el mismo papelito (esta vez mimeografiado, no existían las fotocopias en esas épocas).
El éxito era espectacular: estaba orgulloso.
La cantidad de pacientes se centuplicó en muy breve tiempo, por lo que me vi en la necesidad de pedir ayuda a dos colegas amigos. Yo solo no podía manejar semejante cantidad de gente.
Sentía que había encontrado un tesoro: LA OPINIÓN DE ALGUIEN QUE DABA LA SOLUCIÓN DEFINITIVA A UN VIEJO PROBLEMA IRRESUELTO. Qué inocente es uno cuando es joven.
Pero cómo añoro ser joven e inocente.

Va a encontrar en estas notas cosas totalmente opuestas a su estructura mental.
Está usted estructurado de una manera, y yo trataré de desarmar esa estructura. Procuraré convencerlo de que hay otra mejor, más racional, más productiva, saludable, divertida, con más sentido común... Y que alejará sus culpas para siempre.

Expondré mis ideas bajo el tutelar mote de HIPÓTESIS (Esa palabra me suena muy tranquilizadora y me da más libertad de expresión.)
Léalas las veces que sean necesarias.
Si se convence con ellas, tengo fe en que el salir del laberinto de la obesidad que lo atormenta será algo factible o que quedarse en él por lo menos no ha de hacerlo sentir tan incómodo.
Si no lo consigo, creerá que no soy más que algún otro médico que quiere contribuir a la confusión general.

Anhelo que ocurra lo primero.

Primera Hipótesis: NUEVAS DEFINICIONES PARA ANTIGUOS TÉRMINOS.

En estos primeros momento de la lectura, antes de adentrarse en el resto, es imprescindible que nos pongamos de acuerdo en la terminología que usaremos de aquí en adelante.
Para que comprenda más fácilmente lo que quiero transmitirle es absolutamente necesario que convengamos en eso. Si no hablamos un idioma en común no vamos a entendernos.

En la introducción le avisaba sobre el cambio que en su estructura mental pretendo conseguir con este trabajo. Y en su estructura existe una terminología que para mi juicio está errada.
Le contaba que hace casi cuatro décadas vengo leyendo las opiniones de mis colegas, y le confieso que el idioma que usan (tal como el que usé yo en los principios) me parece ahora un verdadero galimatías. Es más, creo que la confusión general que reina en estos temas se debe, más que al contenido de las opiniones, al confuso manejo semántico en el que nos empeñamos sus comunicadores.
Se usa la palabra obeso como el superlativo de gordo, y flaco como el de delgado. Hambre y apetito son lo mismo para casi todos (digamos que algunos creen que “apetito” no es más que el sinónimo elegante de “hambre”). En muchos he descubierto, sintiendo vergüenza ajena, que hasta confunden “comer” con “alimentarse”.
Se sigue usando la palabra dieta como comúnmente usamos la palabra penicilina.
Ahora todo lo que es “legal” ingerir ha de ser Diet, Free o Light. Es como si sintieran que usando vocablos de un idioma internacional, su mensaje es más global y, por lo tanto, más convincente y de resultados mucho más efectivos.
Por todo eso y mucho más es que se me ha ocurrido exponer como Primera Hipótesis mi modo de entender las palabras claves del intríngulis.
He desarrollado un glosario que pongo a su disposición, y que esta vez, quizá de puro antidogmático, no estará en orden alfabético, como es la costumbre. Aunque en realidad no son tantos los términos a considerar, y tengo fe en que cuando los lea por primera vez ya quedarán grabados en su memoria de tal manera que no tenga, dentro de un tiempo, que volver a buscar, como se hace con los diccionarios, algún término “difícil” que su mente olvidó registrar, y por lo que se le haría complejo entender el discurso.

Comencemos con una definición oficial. La encontré en un diccionario, y como me pareció correcta creo que debe ser aceptada como en él figura.

Gordo: Dícese del que excede el grosor corriente entre los de su clase y especie. (Dentro de un rato veremos que a pesar de que me gustó opino que es pobre e incompleta, por lo que trataré de ampliarla… O, si puedo, mejorarla.)
Pero hay otros diccionarios con otras acepciones, más risueñas… O más trágicas, según desde el punto en que se las mire.
Por ejemplo:

Gordo: De muchas carnes. Obeso.

Obeso: Gordo. De muchas carnes.

(Si usted se considera obeso, quédese tranquilo, para ese imprescindible libraco no está más que gordo. Si cree que tan solo está gordo, asústese, para él está obeso.)
Y sigue:

Flaco: De pocas carnes. Delgado.

Delgado: Flaco. De pocas carnes.
Sin comentarios.

¿No se siente confundido?
Delgado es igual que flaco. Obeso es igual que gordo.
Por qué no tratamos de aclarar los asuntos.
Van mis opiniones, mis definiciones, que me encantaría que comparta.

Si fuese yo quien colaborara con la confección de un diccionario, el significado de algunas palabras sería el que sigue:

DELGADO: *Dícese de todo aquel cuyas medidas perimétricas sean las que le correspondan de acuerdo a su sexo, edad, circunstancias, actividad física y herencia. / *El que tiene el cuerpo estéticamente óptimo según los cánones de su cultura.

Aclaremos:
Cuando digo "medidas perimétricas" hablo de las de busto, cintura, cadera, muslos, y de cualquier otra que quiera considerar,
Me refiero a sexo porque son muchas, e interesantes, las diferencias entre masculino y femenino.
La edad es una consideración de mucha importancia. A medida que transcurren los años el grosor corporal va aumentando  -especialmente en el sexo femenino– por un proceso fisiológico y normal del que hablaremos en su momento.
También son muy importantes de considerar las circunstancias. Haber engendrado hijos o no, son circunstancias muy diferentes. El haber, o no, consumido anticonceptivos; el fumar o no fumar. El haber consumido anfetaminas o el haberse salvado de ellas, es otra circunstancia, ya lo conversaremos, que ha de ser tenida muy en cuenta. 
La actividad física marca muchas diferencias: no es lo mismo el “no hacer nada” que desarrollar una actividad vigorosa.
Y la herencia es lo fundamental. No es igual descender de árabes que de japoneses, de ingleses que de vascos. ¿Y las mezclas genéticas que le han dado origen?

FLACO: Dícese de todo aquel cuyas medidas perimétricas sean inferiores a las que le correspondan de acuerdo a su sexo, edad, circunstancias, actividad física, herencia y cultura.

GORDO: Dícese de todo aquel cuyas medidas perimétricas excedan a las que le correspondan de acuerdo a su sexo, edad, circunstancias, actividad física, herencia y cultura, siempre y cuando el exceso se deba, exclusivamente, a un aumento del tejido adiposo.

A mi modo de ver, todos los gordos pueden ser divididos en tres grupos:

GORDOS ACCIDENTALES: Son todas las personas que habiendo sido delgadas hasta hace poco tiempo, por motivos fortuitos engordaron. (Se casaron, dejaron de fumar, de hacer actividades físicas, cambiaron de estilo de vida...)

GORDOS OBESOS: *Son los gordos que lo están desde hace mucho tiempo; que nunca han hecho ningún intento para adelgazar; que habiéndolo hecho nunca llegaron a la meta; que habiendo llegado, recuperaron en mayor o menor medida lo perdido. Y, esto es lo fundamental, son los que utilizan su gordura como mecanismo de defensa psicológico./ *Todo aquel que demuestre no estar accidentalmente gordo, como quizá aparente en una primera impresión.
Ya nos explayaremos sobre esto más adelante.

GORDOS FRUSTRADOS–RESIGNADOS: Dícese de todos los gordos accidentales, o de los obesos que han resuelto el problema psicológico que los llevó inconscientemente a engrosar su cuerpo, que se someten a tratamientos imposibles de sobrellevar (dietas de hambre, anfetaminas, internaciones, cirugías, etc.) en varias oportunidades, y cuando advierten que nada les da resultado piensan que su problema ya no tiene solución, por lo que deciden quedarse así, gordos como están, o aún más, hasta el fin de sus días.

ENGORDAR: Engrosar un cuerpo, a expensas del aumento del panículo adiposo, hasta obtener medidas superiores a las óptimas que correspondan a la persona que se somete a ese proceso.

ADELGAZAR: Afinar un cuerpo gordo, disminuyendo el grosor del panículo adiposo; o engrosar un cuerpo flaco, aumentando la masa muscular y/o un muy afinado panículo adiposo, hasta llegar a tener la imagen óptima que corresponda a la persona que se somete al proceso de adelgazamiento.

ENFLAQUECER: Disminuir las medidas perimétricas consideradas óptimas, a causa de una ingesta escasa por un tiempo suficientemente prolongado. O por un exceso en el consumo energético, por cualquier motivo, a pesar de mantener una cuota alimentaria igual a la habitual.

Note el lector que la palabra “peso” no ha sido anotada en ninguna de las definiciones. El motivo será considerado oportunamente.

HAMBRE: Necesidad fisiológica básica que se traduce en una sensación interna e intensa de urgencia en consumir alimentos a causa de una carencia más o menos prolongada en la ingesta de nutrientes, o de un consumo energético excesivo aunque se haya mantenido una cuota alimentaria igual a la habitual.

APETITO: Deseo psicológico de ingerir determinado tipo de alimento, aunque se carezca de hambre o se sienta la más intensa sensación de saciedad.

IATROGENIA: Palabra de origen griego que literalmente, quiere decir ‘causado por el médico’, pero que siempre ha significado por costumbre ‘daño causado por el médico en su práctica’, por error, por desconocimiento o por impericia.

ROBAGRASAS: Persona que le roba la grasa a otra para su propio beneficio. (Esta a primera vista excéntrica definición, será mejor entendida algunos capítulos más adelante. No necesita de una definición más concreta, ya lo verá).

He dejado para el final la palabra que, se me ocurre, es más sonora:

DIETA: Manera habitual de alimentarse de cualquier persona, acorde a sus costumbres, posibilidades, cultura o apetencias personales.
Para todo el mundo, incluso para algunos diccionarios, esa palabra significa un modo “dirigido” de ingerir ciertos tipos de alimentos. Tiene una connotación más terapéutica que cultural o costumbrista –dieta para diabéticos, dieta para cardíacos, para nefrópatas, para dislipémicos… Dieta “para adelgazar”–.
El uso “terapéutico” de esa palabreja me displace.
Pienso que la gordura para nada se resuelve con una u otra dieta.

Espero que usted, cuando termine de leer el epílogo, piense como yo.

Segunda Hipótesis: LA GORDURA NO ES UNA ENFERMEDAD.

(Aquí descubrirá, con regocijo, que no está usted, o la persona que ama, enfermos de nada, sin importar la magnitud de su gordura)

Todas las enfermedades que conocemos tienen tres factores comunes.
Veamos los dos primeros:

.– Son desagradables.

.– Producen sufrimientos.

Muchas pasan desapercibidas durante largos años. Sus portadores ignoran que las padecen. Es más, sin estudios especiales (algunos extremadamente sofisticados) no se llegan a descubrir. Pero sus consecuencias a la larga harán, invariablemente, aparecer signos y síntomas que serán desagradables y harán sufrir a quienes las deban soportar.

El tercer factor en común es que

.– Todas ellas son tratadas por profesionales en el arte de curar.
(Médicos, cirujanos, psicólogos, odontólogos, fisiatras, nutricionistas...)

Cuando uno se sienta a meditar sobre la gordura, la ilación de ideas no tiene más camino que terminar en esos tres asertos: es desagradable, hace sufrir a sus portadores y es tratada por profesionales del arte de curar.

La deducción es predecible: “LA GORDURA ES UNA ENFERMEDAD”

Me gustaría, para llevar mejor el razonamiento y llegar a la conclusión que pretendo en esta segunda hipótesis, que aceptemos, en principio, que lo es en realidad.
Vamos paso por paso.

1.– “La gordura es desagradable”
En estos tiempos del nuevo milenio, obviamente es desagradable. Por lo menos en nuestra cultura occidental.
En otras épocas o en otras culturas, no lo ha sido o es para nada.
Antiguamente la gordura era signo de salud y opulencia
En la era preantibiótica, a modo de ejemplo, las enfermedades infecciosas crónicas (tomemos como modelos a la tuberculosis y a la sífilis, por nombrar las más expandidas y temidas entonces) terminaban con sus portadores enflaquecidos hasta extremos horripilantes. Otra característica muy importante de destacar era la de su transmisión por convivencia.
Era común que quien compartiera su vida con un tuberculoso se transformara, a su vez, en tuberculoso. La sífilis es de transmisión sexual por lo que el que cohabitara con un sifilítico tenía muchas chances de contraer el padecimiento.
Por eso casi todo el mundo trataba de evitar vivir junto a esos enfermos. Se los aislaba, se los discriminaba. Era un modo cruel, pero comprensible para esas épocas, de defender la conservación propia y de la especie.

Un problema estrictamente médico, se tornaba, por el método de la prueba y el error, en un cambio de hábitos culturales. Cambio de hábitos que, forzosamente, debía traer como consecuencia una legión de “víctimas inocentes”: las personas genéticamente delgadas a perpetuidad –me refiero a aquellos con genética incapacidad para acumular grasas–.
Ellos, “los flacos”, eran sospechados de ser enfermos contagiosos, por lo que se los discriminaba tanto como a los portadores legítimos de esas “lacras”.

La madre de una muchacha de principios del siglo XX hacía lo imposible para engordar a su niña.
La gordura era la antítesis de la enfermedad.
La antítesis de enfermedad es salud.
Ergo: la gordura era salud.

El parecer estético también estaba condicionado por todo este fenómeno: una mujer longilínea era, por definición, delgada, pero a la vista de todos, “flaca”. Y si flaca: sospechosa. Luego, no era apetecible a los ojos del varón. Y si su figura no apetecía, no era estéticamente agraciada.
Los hombres gustaban de las mujeres gordas, pulposas… Sanas, para que no los “contagien”; para que puedan vivir lo suficiente, y con la vitalidad necesaria, como para engendrar muchos hijos y asegurar la continuidad de la raza humana.
Ellas los preferían de cuerpos musculosos y llenos de vigor por el mismo motivo. Y si su naturaleza o sus actividades sedentarias les impedían lucir físicos así, el exceso de grasas de la gordura podía disimular tales carencias.

Mucho antes, en el renacimiento, la opulencia corporal era, a su vez, signo de poder económico y elegancia mayúsculos.
En esas épocas las enfermedades también consumían a sus portadores.
También por esos tiempos se trataba de engordar a los jóvenes de ambos sexos. Pero en esos años los alimentos que permitían engordar (más adelante trataremos el tema más puntualmente) eran muy caros, y por lo tanto vedados a los estratos sociales medios y bajos, que eran, como ahora, la inmensa mayoría. Solo los muy escasos ricos podían consumir productos que “proporcionaban salud” (gordura): harinas refinadas, azúcar, frutas en abundancia, dulces y miel.
Los retratistas de entonces, los que nos han legado las imágenes de aquellas modas y costumbres, eran profesionales que sobrevivían vendiendo el producto de su arte, y los que podían pagarlos eran los pertenecientes a las clases adineradas, los mismos que podían proveerse de los carísimos alimentos engordantes. Es por eso que las imágenes que heredamos son las de personas robustas, y generalmente más que robustas.
Los estratos mayoritarios de todas las sociedades se sustentaban, aunque muchas veces escasamente, con alimentos de muy buena calidad: carnes, lácteos, huevos y vegetales, de los que hasta podían autoabastecerse, pero que no podían engordarlos.
Ellos, los de escasos recursos, tenían las más de las veces el aspecto de "pobres flacos enfermos".
Los ricos padecían las mismas enfermedades que los pobres, pero les era más fácil disimularlo durante mucho tiempo, por lo que aún enfermos podían mantener una “imagen saludable”.

En el aquí y el ahora, como dicen los psicólogos, hay atavismos de esas viejas culturas. Existen comunidades en donde la opulencia femenina es sinónimo de hermosura. En esos lugares a las mujeres ni se les ocurre “ponerse a dieta” para tener el cuerpo de las modelos de tapa. En todo el orbe, la “saludable” gordura de los bebes es mostrada con orgullo por sus padres y abuelos.

2.– “La gordura produce sufrimientos”
Esto “parece cierto”. Los gordos “sufren” su gordura (todos los encomillados tendrán su explicación más adelante, y se verá que son absolutamente necesarios). Ahora es a ellos a quienes se los discrimina y aísla.
Se creen minusvalidados para un gran número de cosas: no pueden vestir a la usanza; se sienten impedidos de mostrarse semidesnudos en donde la gente se muestra así (gimnasios, playas...); ni siquiera pueden, algunos, concurrir a cines y teatros, o viajar en aviones porque no entran en las butacas; un gran número de ellos sienten que tienen vedado el acercamiento romántico a las personas del sexo opuesto que les atraen. Deben, tantísimas veces, quedarse con una pareja que no les apetece, porque es la única que han podido conseguir para evitar la condena de seguir el resto de su vida solos. Están convencidos de que han perdido la capacidad de elegir, y eso creo que es una de las consecuencias más graves. Se autorreprimen socialmente, tienen vergüenza de que se los vea en “ese estado”. Se sienten obligados a complacer a quienes ocasionalmente los acompañen, mostrándose elocuentes y de excelente humor (aunque sus almas estén desgarradas por algún desgraciado devenir de su existencia), a realizar el agotador esfuerzo de vivir perpetuamente “sonriendo para la foto” de una vida que, quizá por muchas razones, les impida posar espontáneamente felices.

Terminaré este párrafo con una paradoja que, pretendo, lo deje intrigado, y que trataremos de razonar oportunamente:

SI LA GORDURA NO PRODUJERA TODOS ESTOS PADECERES, ES MUY SEGURO QUE NO HABRÍA TANTOS GORDOS.

3.– “La gordura es tratada por profesionales del arte de curar”.
Es lógico que las cosas sucedan así. Es un padecimiento humano, y somos nosotros los que hemos sido entrenados para tratar los padecimientos humanos.
La historia es bastante afín con la de los demás problemas del cuerpo.
Cuando los gordos –allá por fines del siglo XIX– fueron tan numerosos como para llamar la atención y despertar el interés de los científicos, muchos de ellos comenzaron a dedicarse a tratar de resolver el nuevo conflicto de sus sufrientes congéneres.
Así como en los principios había en los hospitales “salas de febriles”, seguramente se inauguraron “salas de gordos”.
Mas como el número de gordos aumentaba en mayor proporción que el de febriles, a alguien ha de habérsele ocurrido la progresista idea de establecer “sanatorios exclusivos para la recuperación de pacientes gordos”, cosa que, obviamente, fue muy rentable para sus mentores, ya que la idea aún tiene auge, y el planeta está abarrotado de lugares destinados a esos fines.
Otros, menos institucionalistas, comenzaron a tratarlos en forma ambulatoria: seguramente eran muchísimos los que estando gordos no justificaban una internación.

Los encargados de tratar a esos pacientes comenzaron profundas investigaciones sobre las características y particularidades de la nutrición humana, y como desde el principio se sospechó que algunos de esos “disturbios de la salud” eran el resultado de desarreglos metabólicos (dividieron a la obesidad en exógena -la que se produce por trastornos alimentarios- y la endógena -la que, seguramente, era causada por enfermedades o disturbios internos-), fueron los endocrinólogos los encomendados a encontrar soluciones al problema. Fue así como los especialistas en Endocrinología, Metabolismo y Nutrición, comenzaron a hacerse cargo, oficialmente, de una cada vez más inmensa multitud de sufridos “pacientes”.

Muchas décadas han pasado desde entonces, y a ese respecto nada se ha modificado (y cuando digo nada, quiero decir justamente eso: nada). Siguen, hoy en día, los Especialistas en Endocrinología, Metabolismo y Nutrición siendo los oficialmente comisionados para el tratamiento de la obesidad, y generalmente los gordos los eligen como los profesionales indicados para su primera consulta.
Y ellos, ateniéndose al dogma de sus orígenes, siguen tratándolos tal cual como lo hacían los colegas de las generaciones que les precedieron, sin que pueda adivinarse en casi ninguno alguna actitud escéptica que los acerque a los principios fundamentales de la ciencia. Repiten, casi todos, exactamente lo mismo que les enseñaron sus “progenitores”.

Pero como el problema aún no tiene atisbo de solución, los pacientes gordos (“pacientes” debe leerse aquí como adjetivo) buscan otros caminos.
Y como ahora están de moda las “Medicinas Alternativas”, ellos recurren quienes las practican: acupuntores, seudohomeópatas, naturistas, aromoterapistas... Por lo que estos comenzaron a intervenir (al principio discretamente, pero ahora en la forma más descarada) en el “lucrativo negocio de curar a los gordos”

Contrariando a la Medicina Oficial; a la opinión de los médicos alópatas diplomados; a los autodiplomados seudohomeópatas, a los acupuntores y a todos los otros, uno tiene una postura radicalmente opuesta, una hipótesis muy temeraria, que tratará de defender con todos los argumentos de los que disponga:

LA GORDURA NO ES UNA ENFERMEDAD.

La gordura no es más que un proceso fisiológico y normal.

Naturalmente hay una mayor predisposición genética en unos que en otros para acumular más o menos grasas ante la misma cuota alimentaria (esa es la causa primordial para que algunos tengan más conflictos que otros).

La grasa –la gordura no es más que portar un  exceso de ella– es un tejido muy especial, creado para resolver el problema de guardar energía para cuando falte.
El fin teleológico del tejido graso (la teleología es la doctrina de las causas finales, o de adaptación a propósitos definidos) es que quien posea una abundante cantidad de tejido adiposo, si no tuviese nada para alimentarse durante un tiempo más o menos prolongado, en sus grasas encontrará la energía necesaria que le permita tener fuerzas suficientes como para ir a buscar los alimentos indispensables para su subsistencia (cazar, recolectar... Quizá hasta luchar por ellos).
Es otro mecanismo de defensa más conque nos ha dotado natura, esta vez para adaptarnos a vivir en un mundo en donde la posibilidad de conseguir alimentos pueda llegar a ser incierta. Un león que no acumulara la suficiente cantidad de grasa cuando consigue una buena presa, no podría sobrevivir si la caza se le dificultara. No tendría fuerzas suficientes para perseguir a un animal y alimentarse de él después de muchos días de inanición. El tejido adiposo acumulado gracias al último gran banquete le dará la vitalidad suficiente como para lograr una próxima comida aún muchos días después. La perpetuación de su especie está asegurada gracias a ese manto protector de la adiposidad que su generoso organismo ha acumulado en los tiempos de bonanza.

Sostener que la gordura es una enfermedad equivale a tomar como algo patológico el tener muchos anticuerpos o demasiada fuerza muscular o muchísimo ingenio y capacidad de adaptación para sortear situaciones de riesgo…
Por todo esto, la gordura, aún desagradando, produciendo sufrimientos a quienes la lleven y siendo tratada por profesionales especializados en el tema, está muy lejos de poder ser considerada una enfermedad.

La gordura es, tan solo, un conflicto, y como conflicto debe ser abordada.
Estoy absolutamente convencido de que esta confusión (enfermedad vs. conflicto) es la causa de los fracasos en los intentos por “vencerla”.

Si realmente fuese una enfermedad, ya los médicos nos hubiésemos puesto de acuerdo en como curarla. Ya hubiésemos encontrado, aunque más no fuese, una manera de aliviarla, o, por lo menos, de detener su geométrica expansión.
Estamos enfrentados, en la mayoría de nuestras consultas, a un sinnúmero de conflictos que son mucho más difíciles de resolver que las enfermedades clasificadas. La gordura no es más que uno de esos complejos conflictos. El considerarla una enfermedad nos hace la vida más fácil; el transcurrir de nuestra profesión más simple y llevadero. (Aún no es el momento de usar como argumento lo lucrativo que significa considerarla enfermedad. Dejemos eso para más adelante.)

El día en que todos los médicos convengamos en que la gordura no es una enfermedad sino, tan solo, uno más de los conflictos humanos, recién entonces comenzaremos a transitar con esperanzas el correcto camino de su solución.

El encarar el modo de resolver lo que para sus portadores no es más que un conflicto (muchas veces un formidable conflicto), requiere de elucubraciones más filosóficas que anatomopatológicas y terapéuticas. He aquí la causa de nuestras divergencias, de nuestras, casi siempre, antipódicas posturas con respecto a qué hacer ante la consulta de un paciente gordo, de alguien que quiere despojarse del “motivo de sus desdichas”, que quiere, a cualquier precio, eliminar “la causa de sus tormentos”. (Pido nuevamente perdón por el uso aparentemente abusivo de los encomillados, pero ya se verá que tienen su explicación.)

Habrá notado el lector que algunos renglones más arriba hablo de pacientes gordos.
Esa expresión parece un contrasentido: por un lado sostengo que la gordura no es una enfermedad, y por el otro a sus portadores los llamo “pacientes”. Es cierto, pero es a causa de los extraños vericuetos de la gramática. A quienes me consultan los llamo pacientes, pero no porque padezcan nada, sino por la paciencia que han de tener para llegar a lo que anhelan –o para que pueda convencerlos de que lo que anhelan muchas veces no es lo que a sus espíritus les conviene si no consiguen, primero, calmar las pasiones de sus almas–. Para que consigan irse a vivir al país de los delgados, no como siempre han hecho: ir a dar un paseo a ese país, sabiendo al comenzar el viaje que ya tienen el boleto de regreso asegurado.

Como consecuencia de todo lo anterior, el adelgazamiento también ha de ser el resultado de un proceso fisiológico (que más adelante explicaré en detalle), jamás el producto de un razonamiento terapéutico.
Ayudar a un gordo a transformarse en delgado no es curarlo de nada, sino  tan solo  convencerlo  de que  un cambio en su estado –aunque más no sea un pequeño cambio– no ha de traerle más que un gran número de enormes beneficios, aunque a su inconsciente le cueste creerlo y se resista desesperadamente al cambio.

Los médicos no debemos enfrentarnos a ellos con la premisa que tenemos incorporada en nuestra estructura mental: curarlos. Porque es una verdad absoluta el hecho que para curarse lo primero es estar enfermo, y espero haberlo convencido de que la gordura no es una enfermedad (la machacosa reiteración de esta sentencia es adrede). Si aún no lo he logrado, le ruego lea este capítulo varias veces más. Estoy seguro de que habrá de convencerse.

Tal como en los embarazos, o en el crecimiento de los niños, motivos por los que ha pesar de no ser enfermedades lo mismo nos consultan, nuestra misión ha de ser, simplemente:

* Aconsejar sanos hábitos.
* Controlar sus progresos.
* Contener sus impaciencias.
* Disipar sus dudas.
* Interpretar sus miedos.
* Entender sus conflictos.
* Disculpar sus transgresiones.
* Consolar sus sentimientos de culpa.
* Estimular sus conductas saludables.
* Aplaudir sus esfuerzos. 

Es obvio que para todo esto no debe ser utilizado ningún tipo de medicamento. Este concepto es realmente muy importante y debe ser escrito en forma destacada.

JAMAS DEBE SER UTILIZADO NINGÚN MEDICAMENTO, NI NADA QUE SE LE PAREZCA, PARA TRATAR LA GORDURA.

Y cuando digo medicamento no solo me refiero a los fármacos y pócimas que  muchos de  los “especialistas en el tema” prescriben a diestra y siniestra, con la conciencia limpia por pensar que están actuando como la medicina acostumbra, sino también a la manía que tienen muchos de nuestros colegas de utilizar los alimentos como si fuesen remedios. El remanido consejo consuma tantos gramos de esto o aquello, en tal o cual momento, o cada tantas horas no es más que la paráfrasis de la cotidiana prescripción farmacológica:
para esta enfermedad estos medicamentos, en estas dosis y con estas frecuencias–.
   Si está usted gordo, no importa cuánto, no está enfermo de nada. Tenga valor y huya despavorido de quien quiera convencerlo de eso. Es más cómodo y tentador, lo reconozco, el dejarse someter a los efectos de alguna “maravillosa receta sanadora” que realizar un siempre formidable esfuerzo personal. Y cuando me refiero a esfuerzo no hablo solo del que deberá realizar cada vez que alguien lo “obligue” a someterse a un régimen alimentario estrictísimo mientras sigue rodeado de gente que no está "a dieta", de personas que comen libremente delante de sus narices; o al de soportar, estoicamente, los terribles efectos secundarios de los medicamentos o cirugías que pudiesen aconsejársele “para ayudarlo” en la empresa; o al sufrimiento que han de producirle las furibundas depresiones que lo asaltarán cada vez que abandone un intento y retroceda al punto de partida (o, peor, mucho más allá de él), sino al más farragoso: al de tratar de bucear en su interior para intentar encontrar las causas ocultas que, inconscientemente, lo han llevado al estado por el que cree necesario pedir ayuda a algún profesional,  de lo que ya hablaremos con más precisiones a su tiempo.

Es seguro que ya ha tenido varias experiencias que no han hecho más que frustrarlo.
Espero que al terminar de leer este blog decida firmemente que su última experiencia frustrante fue, realmente, la última.

Tercera Hipótesis: DESCRIPCIÓN DEL PROCESO FISIOLÓGICO DE ENGORDAR.

(En donde quizá por primera vez entienda como funciona, realmente, el mecanismo que nos permite acumular grasas, y en la que descubrirá toda la verdad sobre el colesterol)

Engordar no es más que un proceso fisiológico y normal, decíamos en la Segunda Hipótesis, y que la gordura no es más que un atesoramiento de energía… Un maravilloso mecanismo que nos ha dado la naturaleza, y que nos permite tomar previsiones ante contingencias en una de nuestras necesidades básicas, como es la provisión cotidiana de nutrientes en cantidades y calidades suficientes.

Todo lo que ingerimos puede dividirse en tres categorías, de acuerdo a lo que esté destinado:

* Sustancias plásticas

* Sustancias energéticas

* Sustancias químicas

Las Sustancias plásticas:
Se denominan así porque su función es la de renovar todos los tejidos que día a día se van “gastando”, y la de reparar a los que por cualquier motivo sean dañados.
Las grasas y las proteínas son los dos tipos de alimentos más significativos de este grupo. Los carbohidratos también cumplen un muy importante papel en este aspecto.

Las Sustancias energéticas:
Nuestro organismo está preparado para extraer energía de cualquiera de los tres tipos de alimentos (grasas, proteínas y carbohidratos), pero como siempre hace lo más económico, ante una oferta normal de ellos, solo los hidratos de carbono son los encargados de esa función. En caso de carencia de carbohidratos en la ingesta nuestra fisiología está condicionada para extraer energía de las grasas de depósito. Si estas se agotaran, por un procedimiento más complejo y oneroso podemos conseguirla de las grasas que comemos. Si elimináramos también la ingestión de grasas, por otro mecanismo aún más complicado y costoso estamos en condiciones de extraer energía de las proteínas que, en un muy hipotético caso, fuesen nuestro único alimento.
Si tampoco consumiéramos proteínas –hablamos de un ayuno total, en una persona que ya no tiene grasas en sus depósitos– podemos disponer de un mecanismo “tan de emergencia” que de continuar en pocos días lleva a la muerte: toda nuestra química puede transformar en energía las propias proteínas. Primordialmente las de los músculos, que son las más abundantes.

Las Sustancias químicas:
Son las destinadas a, casualmente, intervenir en todos los intrincados procesos químicos: renovación y reparación de tejidos; fabricación de hormonas; elaboración de jugos digestivos; aprovechamiento de energía a partir de carbohidratos, grasas y proteínas (según vimos más arriba), y cientos de otros.
Los componentes de la dieta con fundamental actividad en este sentido, son las vitaminas, los minerales y el agua, y también, por supuesto, los tres ya mencionados.

Desde hace muchos años sostengo una hipótesis que creo muy interesante, ya que hasta nos permite entender (y disculpar) el motivo por el que aún hoy se vienen cometiendo errores en la comprensión de algunos de los procesos metabólicos de nuestro organismo: el mecanismo que utilizamos para acaparar grasas, por ejemplo; el modo correcto de deshacernos de sus excesos cuando nos empeñamos en ello; la manera de controlar los niveles normales de colesterol, HDL colesterol, triglicéridos y glucosa que circulan en nuestro torrente sanguíneo, también a modo de ejemplo.

La pongo a su consideración.

Desde la escuela primaria se nos viene enseñando que los animales de este planeta, según el tipo de alimentos que consumamos habitualmente, nos dividimos en tres grupos:

Carnívoros

Herbívoros

Omnívoros

Esto está incorporado en nuestro conocimiento de la misma forma que el concepto de que la tierra es casi esférica y gira alrededor del sol.
Son todos principios axiomáticos, lo que quiere decir que “son principios o sentencias tan claros que no necesitan explicación”.

Según el método cartesiano, la ciencia se basa en verdades axiomáticas sobre las cuales se van construyendo, a su vez, axiomas cada vez más complejos, hasta que se llega a una nueva verdad. Se pretende, siempre, que la consecuencia final de todo razonamiento sea la verdad absoluta, lo que constituiría, obviamente, una verdad axiomática.
Pero ¿qué ocurriría si todo un complejo razonamiento se basara en un axioma falso? La respuesta es simple: el resultado de una elucubración a partir de una “verdad axiomática errada” sería una falacia.

Cuando el astrónomo Ptolomeo imaginó su teoría geocéntrica (supuso y pretendió demostrar que todo el universo giraba en derredor de nuestro planeta) fue considerada un axioma. Hasta los teólogos de entonces interpretaban que ella se ajustaba a los conceptos que, suponían, estaban anotados en La Biblia.
Durante más de doce siglos el modo de interpretar la astronomía como a todo un universo girando en torno a la tierra fue una verdad incontestable, hasta que Copérnico al dar a conocer su teoría heliocéntrica (descubrió que es la tierra la que gira alrededor del sol) comienza a construir la verdad, el axioma que todos conocemos.

Cuando los primeros biólogos establecieron las tres categorías de animales según sus necesidades alimentarias, también se estableció un axioma. Usándolo como basamento, se construyeron axiomas subsiguientes que yo creo son falacias.

Estoy convencido de que los animales nos dividimos en solo dos grupos:

* Carnívoros

* Herbívoros

Sostengo que los carnívoros se dividen, a su vez, en dos subgrupos:

Carnívoros estrictos

Carnívoros no estrictos

Igual que los herbívoros, que también se agrupan en los mismos dos subgrupos, los estrictos y los no estrictos.

Un carnívoro estricto se alimenta exclusivamente de materia orgánica de origen animal. Un carnívoro no estricto, aparte de consumir tejido animal, también debe comer materia orgánica de origen vegetal.
Al revés, un herbívoro estricto se sustenta solo de vegetales, y uno no estricto debe, también, consumir elementos de origen animal.

Reconozco que todo este razonamiento pudiera llevar a que se piense que no es más que una especulación etimológica. Al fin, un carnívoro no estricto consume lo mismo que un herbívoro no estricto: materias de origen animal y vegetal. Podrían pues, cómodamente, ser catalogados como omnívoros, pero veremos que no es así.

Veamos algunos ejemplos para aclarar más las cosas.
Carnívoros estrictos: tigre, león, puma, leopardo…
Carnívoros no estrictos: perro, zorro, rata, ratón…
Herbívoros estrictos: vaca, caballo, jirafa, elefante…
Herbívoros no estrictos: cerdo, jabalí, algunos tipos de monos, ser humano…

Los Biólogos, hace muchos años, han desarrollado el muy atractivo concepto de “elementos esenciales”.
Ellos consideran bajo esa denominación a todas aquellas moléculas que un organismo no puede elaborar, por lo que depende de su ingesta para el correcto funcionamiento de su metabolismo.
El cloro, el sodio y el calcio, por ejemplo, son elementos minerales esenciales (en realidad todos los minerales útiles para nuestra compleja química, son esenciales).
Muchos de los aminoácidos (complejas moléculas que combinadas con otras de las mismas características constituyen las proteínas) son esenciales para los carnívoros y no para los herbívoros, y viceversa.
Con los ácidos grasos (elementos constituyentes de los lípidos –grasas–), pasa exactamente lo mismo.

Los animales herbívoros, únicamente los estrictos, pueden fabricar a partir de moléculas elementales y universales en el reino vegetal, todos los componentes de su anatomía (aminoácidos y ácidos grasos) y hacer provisión de lo indispensable para su energía (hidratos de carbono).
Los carnívoros estrictos, por ser los que menos facilidades tienen para esa fabricación, dependen de la ingestión de materia orgánica de animales que lo consiguen. Es por eso que ellos se alimentan de herbívoros, preferentemente de “estrictos”. Muchas de las substancias esenciales las incorporan a su organismo a través de ingerir animales que las elaboran a partir de moléculas muy simples.

Los humanos, por pertenecer al subgrupo de los herbívoros no estrictos, podemos sintetizar la mayoría de las moléculas fundamentales. El hecho de no poder hacerlo con otras muchas nos obliga a alimentarnos, también, de animales que ya las han elaborado: otros herbívoros. Generalmente elegimos a los estrictos. Ellos son la mayor fuente de provisión de elementos esenciales en nuestra dieta cotidiana. Es por eso que en todas las culturas, los principales componentes de la alimentación (en lo que se refiere a materia orgánica de origen animal) son los derivados, fundamentalmente, de especies pertenecientes a las razas ovinas, caprinas, bovinas y equinas. Los animales herbívoros no estrictos como los de raza porcina; o los peces, moluscos y muchas de las aves, e inclusive lombrices e insectos, algunos de cuyos tipos son carnívoros estrictos, pueden llegar, en algunas culturas, a ser substitutos.

Resumiendo:

LOS CARNÍVOROS NO ESTRICTOS, A PESAR DE COMER LO MISMO QUE NOSOTROS, POR PERTENECER AL GRUPO GENERAL DE LOS CARNÍVOROS PUEDEN FABRICAR CASI TODOS LOS AMINOÁCIDOS, PROTEÍNAS, GRASAS DE RESERVA Y DEMÁS COMPUESTOS LIPÍDICOS (colesterol, triglicéridos, etc.) Y EXTRAER ENERGÍA DE LAS PROTEÍNAS Y GRASAS QUE CONSUMEN.

LOS HERBÍVOROS NO ESTRICTOS A PESAR DE QUE COMEMOS LO MISMO QUE LOS PERROS Y LOS RATONES, POR PERTENECER AL GRUPO GENERAL DE LOS HERBÍVOROS TAN SOLO PODEMOS FABRICAR GRASAS DE DEPÓSITO Y OTROS ELEMENTOS DE ESTRUCTURA LIPÍDICA, Y EXTRAER NUESTRA ENERGÍA EN FORMA CASI INMEDIATA DE LOS HIDRATOS DE CARBONO.


Cuando un investigador realiza experimentos nutricionales en gran escala, no puede hacerlo con humanos. Sería imposible conseguir que miles de personas durante muchos años consuman tan solo los alimentos y bebidas que la investigación ordena. No existe ningún buen grupo de hombres y mujeres que puedan someterse, sin jamás cometer una transgresión durante el largo tiempo que dure la experiencia, a patrones dietéticos tan estrictos.
¿Qué hacen, entonces, los científicos?
Pues, dando por cierto que existe la OMNIVORICIDAD buscan animales modelos que, suponen, pertenezcan a ese grupo. Animales que deben reunir algunas condiciones:
– Tener una vida medianamente corta.
– Ser pequeños y fáciles de conseguir.
– Tolerar el encierro, y
– Reproducirse abundantemente.
Seguramente ha adivinado a cuales eligen: ratas y ratones.
Ellos tienen una vida promedio que ronda los tres años, o sea que cada año de esos animalitos equivaldría a, más o menos, treinta de nosotros, y pueden acomodarse miles en habitaciones muy reducidas.
Como están encerrados, no tienen más opción que consumir lo que los investigadores decidan durante, digamos, un año (el equivalente a un tercio de nuestra vida).
Y si comen abundante cantidad de huevo, por ejemplo, se podrá observar que la mayoría engorda, que sus valores sanguíneos de colesterol, triglicéridos, glucosa y ácido úrico, por decir algunos, se elevan con el correr de los meses, y que las cifras de HDL colesterol descienden peligrosamente en muchos de ellos.
Entonces, simplemente, extrapolan: “si a un ‘omnívoro’ le pasa eso por consumir mucho huevo durante el 33 % de su vida, a los otros omnívoros les pasará lo mismo. Y como los humanos lo somos...”

Algunos presupuestos a partir de experiencias similares: las grasas y las carnes rojas consumidas en abundancia durante un largo tiempo aumentan los niveles de colesterol, triglicéridos y ácido úrico, y hacen descender, peligrosamente, los del bienhechor HDL (obviamente en sujetos predispuestos. Pero como nadie sabe a ciencia cierta si está predispuesto, es mejor que todo el mundo...).

Pero esos tipos de experiencias NO SIRVEN, “porque las ratas y ratones son CARNÍVOROS NO ESTRICTOS y los seres humanos HERBÍVOROS NO ESTRICTOS”.


De confirmarse esta hipótesis, también se les soluciona un problema a los zoólogos. Ellos, según tengo entendido, no tienen una explicación definitiva sobre cómo apareció en el planeta el primer animal omnívoro, ya que por lo que actualmente conocemos de genética, es imposible que la cópula entre un carnívoro y un herbívoro de por resultado una cría que tenga necesidades alimentarias mixtas.

Me parece mucho más lógica y fácil de aceptar la idea darwiniana de la selección natural..
Imagino que alguna vez un gran grupo de herbívoros estrictos fue sometido a una fatal hambruna, por lo que, en la desesperación, comenzaron con el canibalismo –decidieron comerse entre ellos–. Casi todos murieron, ya que su fisiología no pudo soportar semejante forma de alimentarse, pero los que lograron sobrevivir engendraron especímenes adaptados a una alimentación combinada.
O que un grupo de carnívoros estrictos sin nada para comer durante un larguísimo período, comenzaron a ingerir vegetales para paliar la horrible sensación de hambre que sentirían en esa situación (los carnívoros estrictos solo consumen animales herbívoros, por lo que el canibalismo en ellos es muy poco probable). Los pocos que sobrevivieron a esta desesperada experiencia nutricional tuvieron descendientes aptos para la alimentación binaria.

Es ahora el momento de hacer algunas reflexiones con respecto al colesterol.
Para casi todo el mundo el colesterol no es menos que un peligrosísimo virus, una sustancia casi tan ominosa como un veneno.
Es más, y esto es lo peor, hay quienes se encargan de que esta idea se difunda y se acepte como otro axioma. De esa manera gran parte de la industria farmacéutica se beneficia con el masivo consumo de medicamentos destinados a disminuir sus niveles (medicamentos que la mayoría de las veces tienen más contraindicaciones que el mismísimo colesterol, especialmente por las enormes dosis que muchas veces se prescriben).

Veamos como es la verdad de todo según mi modo de ver las cosas (primero me basaré en la lógica y luego en la evidencia).
El colesterol es otro de los elementos fundamentales para nuestra existencia.
A partir de él se elaboran las hormonas sexuales femeninas y masculinas, por lo que es el responsable directo de la perpetuación de las especies. Es la base en la fabricación de una hormona sin la cual en muy pocos minutos moriríamos: la cortisona. Basándose en su estructura, nuestro organismo, con la incomparable ayuda de la luz solar, puede fabricar la vitamina D, gracias a la cual nuestros huesos pueden capturar el calcio que los eburnifica. Con él se fabrican las sales biliares, fundamentales en nuestros procesos digestivos. Es el colesterol el que forma las membranas de los miles de millones de células que dan forma a toda nuestra anatomía. E interviene en una enorme cantidad de funciones más.
Pero desechemos todo lo último. Supongamos que no sirviera más que para la primera función que enumero: la fabricación de las hormonas sexuales. ¿Puede alguien creer que tan vital función, como es la de procrear para así mantener la perpetuación de todas las especies animales que habitan nuestro planeta, pueda depender de la mayor o menor facilidad conque se disponga de alimentos que lo contienen?
Y si alguien llegase a sostener eso, cómo podría explicar que las vacas y los toros, por ejemplo, pudiesen llegar a engendrar terneros, si tan solo se alimentan con vegetales, en los que jamás está presente el colesterol (él es una molécula que solo se encuentra en la materia orgánica de origen animal). Pues la solución a este supuesto enigma es extremadamente sencilla: las vacas y los toros, y todos los demás representantes del reino animal, fabricamos nuestro propio colesterol, y lo hacemos, TODOS, a partir de una molécula muy elemental y omnipresente en toda la naturaleza viva: la glucosa. Ella es el ladrillo con que se edifican cada una de las enormes moléculas del vital colesterol. Podría usted pretender retrucar mi hipótesis con el argumento de que los leones también se reproducen, entonces ¿Cuál es la materia prima para elaborar su colesterol, si ellos no consumen carbohidratos? Pues la respuesta también es simple: los leones, y los demás carnívoros, por supuesto (estrictos o no), primero elaboran su propia glucosa y con ella su fundamental colesterol; y la capa de grasa que los proveerá de energía si no encontrasen, aun durante muchos días, materia orgánica con la que alimentarse ¿Y cuál es la fuente de glucosa de los carnívoros? Simplemente la capa de grasa y las proteínas musculares de su oportuna presa. Ellos, los carnívoros tienen la capacidad (la que nosotros no utilizamos, salvo necesidades extremas) de transformar, en su hígado, las grasas y los músculos de los animales, generalmente herbívoros estrictos (que, como dijimos más arriba, transforman en grasa de depósito los hidratos de carbono que consumen en exceso) de transformarlos, decía, en glucosa. Luego de conseguida, la usan como fuente de energía, o de sustancias químicas, plásticas o de reserva (tal cual como nosotros lo hacemos con los azúcares y los almidones).

Pero esto no es más que otra de mis hipótesis. Si otro mejor dotado puede explicarme con otros argumentos (basándonos ahora en la evidencia) por qué a mis pacientes, a los que les indico no consumir, en forma cotidiana, únicamente alimentos que tengan una gran cantidad de hidratos de carbono por unidad de medida, les baja el colesterol LDL, se les elevan los niveles de HDL, descienden sus valores de triglicéridos y ácido úrico, y, fundamentalmente, adelgazan (disminuyen sus grasas de reserva), y su explicación me convence, juro defender su hipótesis con el mismo entusiasmo conque ahora defiendo la mía.

Sin embargo a los hipercolesterolémicos a los que se les restringe la ingesta de grasas por tiempos prolongados, su problema aparentemente les mejora.
Esto, según mi opinión no debiese ocurrir, pero sin embargo sucede en realidad. Mas no es ningún misterio. Es más: la respuesta también es simple.
No solo comemos grasas animales porque son agradables al paladar y permiten diversificar nuestra prácticas gastronómicas, sino porque son, fundamentalmente, “substancias plásticas” (y muchos de sus componentes,”esenciales”) que están destinadas a elaborar elementos de reemplazo y reparación, permitir que a nuestro organismo penetren algunas vitaminas (como la A, la D, la K y la E) y ayudar a fabricar un sinfín de productos químicos vitales.
Si carenciamos fuertemente a una persona de su ingesta durante un lapso suficientemente largo, como emergencia tendrá que echar mano a las ya fabricadas que forman parte de su estructura, y reciclarlas. El colesterol y los triglicéridos que circulan en su sangre son los lípidos que están más al alcance. Luego, al utilizarlos para menesteres más vitales, sus niveles descenderán.
Lo que nadie asegura es que también descienda el ritmo de fabricación de esas substancias que, le recuerdo, en los humanos se elaboran a partir de los carbohidratos.
Creo que si el colesterol fuera la real causa de la tan temida aterosclerosis, lo sería a partir de un aumento en el ritmo de fabricación a nivel de las partes mas internas de las paredes arteriales.
Como consecuencia, me parece más lógico que en lugar de reciclar lo ya fabricado morigeremos el ritmo de su fabricación, lo que puede conseguirse si se disminuye en forma muy importante el ingreso de la materia prima para esa elaboración: los hidratos de carbono.
Cuando los humanos consumimos una cantidad de ellos (harinas, azúcares, miel...) acorde a nuestras necesidades y sin cometer excesos en forma cotidiana, los mismos son combustionados en su totalidad gracias a nuestra actividad habitual. Pero si comemos más de lo que podemos utilizar (cosa de lo más corriente), el organismo acapara los exceso, como ya hemos visto. Es el hígado el encargado de esa vital operación: transforma los azúcares excedentes en substancias lipídicas y ellas se guardan en los depósitos destinados a ese fin, el tejido graso que tenemos debajo de la piel de casi toda nuestra humanidad, y entre los intestinos, fundamentalmente; o lo echa a circular en nuestra sangre bajo la forma de colesterol y triglicéridos.
La capacidad de fabricar grasa de reserva en mayor o menor cantidad es diferente entre una persona y otra, aunque consuman lo mismo y realicen la misma actividad física. Existe una predisposición genética, que no se puede modificar, mayor en unos que en otros para llevar a feliz (¿o infeliz?) término esta adaptación que puede llegar a defendernos de posibles contingencias, de la posibilidad cierta que tenemos todos de tener que pasar largos períodos sin poder consumir alimentos en cantidades y calidades suficientes, y sobrevivir al trance.
Todos conocemos a personas que sin importar qué ni cuánto coman, se mantienen siempre delgadas, aunque ni siquiera realicen alguna actividad física de relevancia. Generalmente son envidiados por todos, pero no veo el porqué de la envidia. Ellos han nacido con una genética incapacidad de guardar grasas para alguna futura emergencia. Y les aseguro que cuando las emergencias ocurren las cosas no les van tan bien.
Después que lea la Sexta Hipótesis entenderá mejor lo que quiero decirle.

ANEXO A LA TERCERA HIPÓTESIS.

(En donde se pretenderá demostrar que en estos menesteres de engordar y adelgazar, el concepto de “LAS CALORÍAS” no es válido)

En el año 1712 cobra un gran impulso una nueva rama de La Física: La termodinámica. Es en ese año en que un inglés (Thomas Newcomen) inventa un aparato en donde el vapor de agua producido en una caldera (que no era más que el alambique de cobre de una cervecería) movía un émbolo que por artilugios mecánicos accionaba una bomba de achique que le permitía retirar el agua de las minas de carbón de su país. Ese tan simple mecanismo, con bajísimo rendimiento con respecto a la energía que se necesitaba para hacerle funcionar, fue nada menos que el que dio fundamentos a la revolución industrial que modificó radicalmente el devenir de nuestra existencia; y a esa rama de la física que cambió para siempre parte del modo de razonar de los humanos: a partir de 1712 el hombre comenzó a pensar termodinámicamente (el calor -termo- puede transformarse en fuerza, potencia -dinámica-).
A fines de ese mismo siglo, varias décadas después, un notable físico francés, Lavoisier, se empeña en una titánica tarea. Él, el descubridor del oxígeno y del nitrógeno como componentes del aire que respiramos; el que acuñó aquel famoso aforismo: “Nada se pierde, todo se transforma”, decide, pensando como era la corriente de su época (y en muchas de las venideras), termodinámicamente, investigar al ser humano como a una máquina que funciona gracias al calor.
Presuponía correctamente que los animales de sangre caliente necesitábamos “combustible” para producir ese calor que nos caracteriza. Utilizando métodos altamente sofisticados para la época en que realizaba sus investigaciones, y basándose en la denominación de kilocaloría (en la actualidad denominada, por la costumbre, simplemente caloría, por lo que seguiremos llamándola así) a la cantidad de calor necesaria para elevar en un grado centígrado la temperatura de un centímetro cúbico  de agua destilada (de 15º a 16º), descubrió que el calor producido por la incineración de un gramo de grasa producía, redondeando los números, nueve calorías; uno de proteínas, cuatro; como cuatro, de la misma manera, uno de carbohidratos, y siete uno de alcohol. También, con métodos sumamente refinados estableció qué cantidad de calor producía por hora un ser humano, de acuerdo a la actividad que realizase, por ejemplo un oficinista con actividad sedentaria el resto del día no laboral era capaz de generar 1800 calorías durante una jornada; y 6000 un hachero en un día normal de trabajo, descanso y esparcimiento…, y diferentes cantidades que midió en un sinfín de diversas actividades.
No sé qué le llevó a todas estas arduas y costosas investigaciones, pero era un sabio nato y se le comprende -la curiosidad es el mayor patrimonio de toda persona inteligente- (obviamente publicó todo lo descubierto).
Casi un siglo después, en 1886, dos médicos ingleses advierten que en Londres hay más personas gordas que las que el sentido común permitía. Hacen un censo de ellas, y descubren, con asombro, que son más de 1800. El asombro era de esperar, ellos crecieron en una sociedad en donde la gordura era signo de opulencia económica. Eran los adinerados: reyes, ministros, armadores de barcos, grandes comerciantes, banqueros… (no más de tres o cuatro centenas de personas) las que podían consumir alimentos carísimos para la época,  como las harinas refinadas, el azúcar para ser usada como alimento cotidiano, la miel… Eran los que podían “costearse la gordura”. Pero ahora el pueblo, la gente “común y corriente”, la que “no debía”, estaba engordando. ¿Qué cosa estaba ocurriendo?. Pobres, no entendían nada.

NOTA QUE VIENE AL CASO:
Fue alrededor de esa época en que se inventaron los molinos de metal que podían moler los granos de trigo en la forma idéntica a la harina que usamos hoy, y la maquinaria que podía extraer diez veces más de azúcar por kilo de caña dulce, de la que también se multiplicaron los cultivos, eso hizo que los precios de harina y azúcar descendieran tanto como para que toda la población pudiera utilizarlos.
 
Ése fue el momento, creo, en que la medicina le hecha mano a los gordos. Los observaron y “descubrieron” que en ellos había un factor común: todos comían mucho. Y como ellos también pensaban con razonamientos termodinámicos, fueron a revisar los trabajos del antiguo y sabio maestro Lavoisier.
—Claro—, deben haber razonado, —como consumen más calorías que las que pueden gastar en su actividad cotidiana, las acumulan en forma de grasa. Ergo: la grasa que el gordo tiene en exceso no es más que calorías no utilizadas que guarda en esos depósitos.
No habían advertido que el hombre no funciona por el calor, sino que tan solo produce calor cuando funciona.
Pero se les disculpa. Era “su” modo de razonar, no tenían en esas épocas otra cosa de donde tomarse para hacerlo de forma diferente.
Lo que no entiendo es por qué aún se sigue usando el pensamiento termodinámico cuando sabemos desde hace décadas que todos los animales (aún los de sangre fría) somos “máquinas” quimiodinámicas: no vivimos combustionando calorías, sino metabolizando carbohidratos. Pero no es cierto que no lo entienda, sí lo comprendo: el seguir sosteniendo tenaz y porfiadamente la teoría de las calorías no es tan solo una manera cómoda de razonar... También es la médula de un formidable negocio, del que ya hemos de hablar más adelante. Recuerde:
“Los seres humanos no funcionamos gracias al calor, sino que producimos calor cuando funcionamos”.

Cuarta Hipótesis: DESCRIPCIÓN DEL PROCESO FISIOLÓGICO DE ADELGAZAR.

(Este artículo ha de ser muy breve, pero, por favor, no deje de leerlo)

El objetivo de esta hipótesis es reunir conceptos que han aparecido algo dispersos en las anteriores.
Si ha entendido bien el pensamiento que he expresado en ellas pudiese pasarlo por alto, pero le aconsejo que lo lea (no le llevará demasiado tiempo). Aunque parezca un tanto redundante creo que este pequeño resumen de ideas terminará de aclararle todo.

Hay tan solo un modo de engordar: “el modo fisiológico”, como vimos en la hipótesis anterior. Es fundamental que quite de su mente la idea de que existe alguna “gordura secundaria” a otra patología: no hay ninguna enfermedad que produzca gordura. No existe ninguna "OBESIDAD ENDÓGENA"

Siempre se ha incriminado al hipotiroidismo (disminución patológica de la función de la glándula tiroides, que es un pequeño órgano que se encuentra en la parte anterior e inferior del cuello y que tiene como misión elaborar, almacenar y liberar según sea necesario, al torrente sanguíneo, dos hormonas -triyodotironina o T3, y tiroxina o T4– que requieren yodo para su elaboración y se relacionan con la regulación de todo nuestro metabolismo) se lo ha incriminado, le decía, en ser productor de gordura, pero eso no es más que otra falacia. En realidad, el hipotiroidismo solo conspira para que todo aquel que tenga tendencia a guardar energía en forma de grasa (que es lo normal y fisiológico) lo haga con mayor facilidad. El que padece esta tan común afección, a causa de ella tiene gran tendencia a disminuir su actividad física. La falta de deseos de realizar cualquier tipo de actividad es uno de los síntomas cardinales de esta enfermedad (se denomina “síntoma cardinal” al síntoma de mayor importancia para el médico de quien dependa establecer la identidad de cualquier patología).
El hipotiroide es “tranquilo”, “reposado”, “abúlico”; prefiere sentarse a leer que salir a caminar, quedarse a ver televisión que entretenerse con algún tipo de ejercicio. No existe en todo el planeta ningún hipotiroide que sea hiperactivo.
Si encima de todo esto su alimentación es tan mala como la de la mayoría en los tiempos actuales, su tendencia a engordar ha de ser mayor que la que sus genes le habían predestinado. Se mueve poco, luego necesita de menos energía, por lo que tendrá más facilidad (o posibilidad) de acapararla en forma de grasas si consume carbohidratos en proporción igual o mayor a las necesidades usuales del promedio de la gente.

Cuando el hipotiroidismo es muy importante y no se recibe medicación para resolver los problemas que ocasiona, se establece en sus portadores un sígno clínico al que se denomina “mixedema”: edema (hinchazón) producido por una substancia gelatinosa, densa, que hace aumentar, lógicamente, el peso de quien la lleve pero que “no es gordura”, si apelamos a la definición estricta de esa palabra.

Hay otras enfermedades (no vale la pena describirlas aquí) que también promueven una elevación de medidas y peso, pero no a causa de un aumento de tejido adiposo.
Obviamente cualquier persona que padezca cualquier problema de salud que promueva un aumento de peso y de medidas tiene, además, todo el derecho a estar gordo. En estos casos deben ser avisados que el tratamiento específico de la patología que los aqueje no hará desaparecer la gordura de base.

Es muy común que a los gordos se los trate con tabletas de hormonas tiroides aunque ni siquiera tengan un solo síntoma o signo de esta enfermedad. Eso también es iatrogenia (ya vimos la definición de este término en la primera hipótesis).

Luego de todo lo anterior creo que no hace falta aclarar que solo existe una forma lógica de adelgazar: “el modo fisiológico”.

Hagámosle cumplir su función a la grasa de depósito, y el adelgazamiento ha de ser el resultado forzoso.
Si una persona consume en forma cotidiana menos hidratos de carbono que los que necesita como fuente natural de energía para poder realizar sus actividades acostumbradas, su organismo recurrirá, invariablemente, al modo más económico del que dispone: transformar las grasas acumuladas en glucosa para usarla como combustible (o como elemento plástico en mucha menor medida).
Esta única forma lógica de adelgazar, no puede ser acelerada con ningún artilugio, salvo aumentando el consumo energético con algún tipo de actividad extra, como veremos en la decimosexta Hipótesis.
Todo otro tipo de “tratamiento adelgazante” que no se base en la disminución de la cuota cotidiana de carbohidratos y/o en el aumento del gasto energético, es contra natura.

Una curiosidad podría asaltarle en este momento: ¿Por qué entonces, y desde hace tantos años, el común de la gente gorda sigue sometiéndose a dietas de hambre, o a medicamentos que quitan el hambre, pretendiendo solucionar su problema?
También esta respuesta es simple: primero, porque la información que han recibido siempre es que solo se adelgaza comiendo poco; segundo, porque inconscientemente están cambiando un “conflicto eclipsante” (ya hablaremos de este fundamental tema en la sexta Hipótesis), su gordura, por otro de igual valor, ‘el sufrimiento que han de padecer con esos métodos con el objeto de librarse de ella’.
¿Es eso saludable?
Decididamente, no. Lo entenderá mejor dentro de un rato.

En mi vida he conocido a algunas personas que, ahora delgadas, me han contado que en una época (algunas durante mucho tiempo) han estado gordas, algunas muy gordas. Que se sometieron a dietas de hambre, o a cualquier otro tipo de método no fisiológico, enflaquecieron y luego, desde hace muchos años se transformaron en delgadas. Ahora son personas delgadas.
Cuando uno profundiza en la historia vivencial de cada uno de esos pacientes descubre un factor común en todos: tenían uno o varios conflictos mientras estaban gordos y, por esas gracias del destino, se resolvieron alrededor de la época en que intentaban “su último tratamiento”, por lo que una vez logrado lo que se proponían, ya no tuvieron necesidad de eclipsar nada volviendo a engordar u obsesionándose con el temor siempre latente de retornar a aquel estado.
No abundan ese tipo de personas, pero todos han de tener noticias de alguna.

El problema que plantean es que casi todas quieren convencer a los gordos que se cruzan en sus vidas de que hagan lo mismo que ellas hicieron, con la ilusoria (pero altruista) esperanza de que si siguen sus consejos conseguirán sus mismos logros.
Es lo que se ve en algunos de los coordinadores de los grupos de autoayuda, por ejemplo.
Es lo que hacen muchos de los médicos que pasaron por esa experiencia.

La de los coordinadores me parece una actitud bien intencionada, noble y loable. Improductiva, pero loable y noble.
Las de los médicos, esos que aconsejan a todos hacer lo que ellos hicieron para que puedan lograr lo mismo que ellos lograron, me parece... no sé como decirlo...
No quiero ser tan radical: simplemente le comentaré que no me gusta nada esa actitud.

Quinta Hipótesis: NO DEBEMOS CONFUNDIR ADELGAZAR CON ENFLAQUECER.

(En la que se pretende encender en su cerebro la duda que arde en el mío: ¿Cómo es que llegamos al año 2018 sosteniendo lo mismo que hace bastante más de un siglo: que funcionamos en base a las calorías, y que solo se adelgaza comiendo magramente?
Necio, decía Einstein, es aquel que pretende conseguir distintos resultados utilizando los mismos procedimientos).


En la Primera Hipótesis leyó dos de mis definiciones.
Se las recuerdo:

Adelgazar: Afinar un cuerpo gordo disminuyendo el grosor del panículo adiposo, o engrosar uno flaco aumentando la masa muscular y/o una afinada capa adiposa, hasta obtener la imagen óptima que corresponde a la persona que se somete al proceso de adelgazamiento.

Enflaquecer: *Disminuir las medidas perimétricas óptimas a causa de una ingesta escasa durante un tiempo prolongado, o por un excesivo consumo energético mientras se mantiene una cuota alimentaria igual a la habitual./ *Disminuir las medidas excesivas a causa de perder tejido no graso.

A pesar de las notorias diferencias etimológicas, todos sinonimizan ambos términos, o peor, como ya dijimos, para la mayoría flaco no es más que el superlativo de delgado.
Veamos el porqué de esa confusión idiomática.

Para casi todos, el comer no es más que un acto divertido. Divertido tanto como lo es ir al cine o al teatro, dar un paseo, o entretenerse con algún juego, con la lectura o con la computadora.
Y como nadie se enferma por dejar de ir al cine, renunciar a la literatura o dejar de hacer alguna de las otras cosas divertidas, en la conciencia general se ha incorporado la idea que dejar de comer o comer magramente no produce mas perjuicio que no concurrir nunca más al teatro, o, por lo menos, no hacerlo por un largo tiempo.

Todos creen (porque así se les ha enseñado) que la comida no es más que pura energía. Que la boca de cada uno no es diferente a la boca de un horno en la que cuanto más combustible se hecha más calor se produce.

En realidad tan solo un diez o un veinte por ciento de lo que consumimos se transforma en energía (acepto que esos porcentajes pueden ser discutidos), el resto, como vimos más arriba, es substancia plástica que tiene como fin refabricar lo que se nos va gastando (porque he de recordarle que nos vamos “gastando” momento a momento), y es imprescindible proveernos cotidianamente de una correcta cantidad de material para la renovación –o para la reparación, si algo se nos ha dañado–.

Es seguro que nunca pensó que por su cuerpo circulan alrededor de tres kilogramos de glóbulos rojos, que está usted rodeado por entre dos y cinco kilos de piel (según el volumen corporal de cada uno, por supuesto) y que en su interior funcionan varios kilos de vísceras.
Vísceras, piel, glóbulos rojos, tienen algo en común: deben ser renovados, íntegramente, más o menos cada tres meses.
Para que se entienda mejor digamos que exceptuando a todos los músculos y a los tejidos nerviosos, todo lo demás, inclusive los huesos, es renovado varias veces al año.
Aparte, a cada momento debemos fabricar hormonas, enzimas, prostaglandinas, anticuerpos, jugos digestivos y un sinnúmero de productos químicos imprescindibles para nuestra existencia (seguramente la osteoporosis, tan universal en estas épocas, se haya agravado, casualmente, porque las mujeres de estos tiempos comen cada vez menos y peor con el objeto de impedir el engrosamiento de su figura que ocurre con el correr de los años, cosa que es fisiológica e inevitable, y de la que ya hablaremos más adelante).

Es por todo eso que debemos comer buena comida en forma cotidiana.

Y, obviamente, para reponer, reparar y fabricar lo que la fisiología demanda, según hemos visto, hay que consumir un MÍNIMO INDISPENSABLE DIARIO (MID) de buen alimento: carbohidratos, proteínas, grasas, vitaminas y minerales en los que está incluida el agua.

Si se consume, por cualquier motivo, menos que el MID, o si se requiere una cantidad mayor que la habitual durante un tiempo medianamente prolongado y la cuota alimentaria cotidiana no se eleva, se está incorporando menos que el MID. Por lo que se somete al organismo a un legítimo estado de
CARENCIA ALIMENTARIA

Como decíamos recién, para casi todos el comer no es más que un acto divertido, y el hambre, muy lejos de una necesidad fisiológica básica, no es más que una pasión. Pasión que como casi todas las pasiones puede reprimirse, controlarse, dominarse y hasta suprimirse con “fuerza de voluntad” (o con algún medicamento salvador si es que la fuerza de voluntad no es suficiente. Uno siempre encuentra un “médico solidario” en esas terribles situaciones).
Pretendo demostrarle con esta nueva hipótesis que todo esto no es más que otra falacia.

Los humanos podríamos vivir en total estado de salud (me refiero estrictamente a lo nutricional) consumiendo siempre y solamente carnes y vegetales crudos, tal como lo hacen los demás animales de la creación. Pero inventamos el arte culinario. Y lo inventamos tan solo para no hacer aburrido el acto obligatorio y fisiológico de ingerir los nutrientes imprescindibles cotidianamente. Tal como inventamos las tisanas, los caldos y los refrescos para quitarle la monotonía al acto fisiológico y obligatorio de beber agua con frecuencia; o las sábanas de seda para hacer más agradable el imprescindible acto de ir a dormir (y de perpetuar la especie, claro).

Desde que los gordos se hicieron tan numerosos como para que la ciencia se ocupara de ellos, todo el planteo terapéutico se basó en un razonamiento, en un presupuesto, en una fórmula:

LOS GORDOS LO ESTÁN PORQUE COMEN MUCHO.
PARA ADELGAZAR, ENTONCES, DEBEN COMER POCO.


En base a esa observación, a ese principio tan elemental y primitivo, se establecieron actitudes “curativas” que aun hoy se siguen usando con el mismo fervor, entusiasmo y tozudez que hace más de un siglo. Tal como si esas actitudes hubiesen, desde el principio, llevado a todos los “padecientes de gordura” a un final feliz.

Sin embargo en todas estas décadas, como es de público conocimiento, el problema no ha hecho más que agravarse: el porcentaje de personas gordas que forman parte de cualquier grupo humano aumenta en forma geométrica, y en la misma forma las nefastas consecuencias indeseables de las terapias impuestas pretendiendo disminuir el porcentaje.

Quiero creer que en este momento en su mente ha surgido una pregunta: —¿En donde está el error?

Pues, la respuesta también es poco compleja:

LOS GORDOS NO LO ESTÁN PORQUE COMEN MUCHO (Estoy hablando desde el estricto punto de vista orgánico, en un próximo capítulo comprenderá el porqué de esta aclaración) SINO PORQUE COMEN MAL.

LUEGO, PARA QUE ADELGACEN NO HAY QUE OBLIGARLOS A COMER POCO, SINO ENSEÑARLES A COMER BIEN.
Aunque coman mucho. Mientras coman bien…

La principal herramienta que se ideó en base a aquel equivocado planteo que reza que si uno está gordo es porque come mucho, fue lo que conocemos como “dieta hipocalórica”.
La filosofía del planteo hipocalórico, como ya hemos visto, es la que supone que la gordura no es más que el patológico acaparamiento de los excesos de calorías ingeridas. Para adelgazar, entonces, se deben consumir menos de las que, sesudos cálculos mediante, la persona en cuestión necesita de acuerdo a su sexo, edad y actividad. Las que falten serán compensadas con las que extraiga de sus tan odiados depósitos de grasa.
El adelgazamiento ha de ser, a todas vistas, la consecuencia lógica del proceso.

Pero todo vuelve a estar mal.

Los animales, todos los animales (carnívoros o herbívoros, estrictos o no), recuerde, no vivimos combustionando calorías, sino hidratos de carbono (más específicamente, glucosa) –aquel autor norteamericano, esa vez sí tenía razón al defender las hipótesis que se habían elaborado muchas décadas antes–.

Las tan promocionadas y oficiales dietas hipocalóricas en realidad son

DIETAS CARENCIADAS

El someterse durante, digamos, tres meses, que es el tiempo aproximado de toda una renovación de nuestro organismo, a una dieta carenciada (hipocalórica) significa para nuestra economía (los médicos usamos mucho esta palabra, con ella nos referimos al sistema de funcionamiento de los procesos corporales en los cuerpos orgánicos, también al cuerpo como un todo organizado. De hecho, en ningún texto médico figura la expresión “cuerpo humano”, siempre la reemplazamos por ese eufemismo: “la economía”) significa, decía, un legítimo ESTADO DE EMERGENCIA NUTRICIONAL: por falta crónica de una adecuada provisión de material de repuesto la renovación no se hará plenamente como la fisiología lo necesita.

Una dieta hipocalórica tradicional aporta al organismo, y en el mejor de los casos, no más de la mitad, pero en general muchísimo menos, del MID, por lo que luego de toda una renovación nadie pretenderá conservar sus imprescindibles tres kilos de glóbulos rojos –seguramente en este momento recuerda a aquella amiga que por someterse a una “dieta estrictísima” se transformó en anémica; o quizá se acuerde de su propia anemia si pasó usted por la prueba–.
El grosor y la calidad de la piel disminuirán (ahora quizá venga a su memoria la vez en que lo sometieron a aquella insufrible dieta de novecientas calorías –dieta Shock, que le dicen– y su piel quedó fina, pálida y ajada. —¿Te sientes bien?— le preguntaban sus allegados).
Y el hígado se achica, y los riñones, el páncreas, los ovarios y los testículos (por qué cree, si no, que las muchachas “anoréxicas” dejan de menstruar, y que los varones con ese problema se vuelven infértiles. Los ovarios y los testículos se hacen tan pequeñitos que ya no pueden cumplir plenamente con su función). Y a todos los demás órganos les pasa lo mismo. Todos funcionarán al límite de la RELACIÓN  EFECTIVIDAD–TAMAÑO. Y si sigue empeñado durante mucho tiempo en las novecientas calorías la relación ha de romperse, y cuando se rompa...

Éste es el momento de sacar algunas cuentas. Si usted se alimenta con menos del 50% del MID durante un tiempo prolongado, solo renovará, digamos, el 80% de sus glóbulos, otro tanto de su piel y de sus vísceras. Decididamente las cuentas no dan: ¿cómo ha de renovar el 80% si tan solo ha consumido el 50% de material de renovación?, ¿de donde sacó la diferencia?, Esta respuesta también será fácil de entender: la proteína que le ha faltado la sacó fundamentalmente de sus músculos, querido lector. Son ellos los que ante la carencia prolongada de material proteico de repuesto a que ha sido sometido con una prolongada dieta de hambre le prestaron (entiéndase bien: LE PRESTARON) lo necesario como para renovar lo estrictamente indispensable procurando su sobrevida hasta que termine la emergencia. En estos extremos es mucho más importante la oxigenación de su cerebro, las funciones hepática y renal, por decir algunas, que la fuerza muscular. Y nuestra economía es tan sabia que prioriza las funciones vitales a expensas de otras más secundarias. El fin de esta priorización es mantener al organismo vivo el mayor tiempo posible con la esperanza de lograr que la emergencia termine y sobrevivir al evento.
Perder medidas y, fundamentalmente, peso por disminuir el número de glóbulos rojos, la masa visceral y ósea, el grosor de su piel y, sobre todo, el volumen de sus músculos

NO ES ADELGAZAR, SINO ENFLAQUECER

Y nadie ha de querer eso (exceptuando a los médicos que defienden esas brutales restricciones).

Entonces, como ya “llegó a la meta” (supongámoslo), comienza a comer como lo hacía antes, pero quizá esta vez aún mejor que antes. Y el nuevo buen alimento le devuelve a sus músculos las proteínas que estos le prestaron. Y ante un correcto aporte de nutrientes, sus glóbulos, vísceras y piel vuelven a sus volúmenes y pesos originales, como al principio, como antes de la hambruna. Y usted se mide y se pesa, y piensa que volvió a engordar. Pero no es cierto: había enflaquecido y ahora tan solo se ha recuperado.

—¡Qué bien estaba cuando estaba tan mal!— exclamó, resignadamente, una paciente a la que convencí de todo esto, cuando recordaba la “espléndida silueta” que había conseguido como premio por morirse de hambre durante varios meses… y que duro mucho menos de la mitad del tiempo que tardó en conseguirla.

Ya en la primera Hipótesis le informé sobre lo que creo es la más acertada definición de la palabra “obeso”. Desde hace muchos años pienso que la actual acepción universal de ese vocablo es un verdadero desperdicio semántico.
Etimológicamente el término aparece por primera vez en el año l737, y fue tomada del latín obêsus, que significaba “el que ha comido mucho”. Participio de ‘obedere’: comer, raer, a su vez derivado de ‘edere’: comer, con el agregado del prefijo ‘ob’ que significa por, a causa de.
Literalmente esa palabra podría ser usada en muchísimos de los pacientes de problemas ocasionados, casualmente, “por comer mucho”, pero la medicina (no se a quién se le habrá ocurrido la luminosa idea por primera vez) la utiliza exclusivamente como el superlativo de “gordo” –y muchas veces como su sinónimo–.
Siempre me han hecho mucha gracia (y también me han dado vergüenza ajena) las “terribles” discusiones de mis colegas, en congresos y publicaciones, sobre en qué exacto momento un gordo deja de estarlo para pasar a la “oprobiosa” categoría de obeso. Todos son irreductibles en su postura, aunque la mayoría la va cambiando según las épocas o las modas académicas. Con fanáticas defensas de sus posiciones, algunos sostienen que es obeso el que tiene más del 20 % de su “peso teórico” (sic). Otros más estrictos ponen como límite el 15 %; y los más condescendientes el 25 %. (¿Qué cosa será el peso teórico?).
El peso teórico o ideal: —¡Oh, el peso teórico!...
Se han desarrollado “terribles batallas intelectuales” para llegar a establecerlo.
Se han ideado cientos de fórmulas para llegar “a la verdad” de la cuestión.
Pondré algunas a su consideración para que comprenda el por qué de mi enojo (o de mi estupefacción).

Fórmula de Brocca:
“El peso en kilogramos ha de ser igual a la talla en centímetros menos cien”
Si mide usted 172 cm de altura debe pesar setenta y dos kilos para considerarse delgado. Con esta fórmula uno viene a descubrir que todos los que padecen enanismo están gordos, ya que no se conoce en la historia de la humanidad ninguna persona de l,02 m de altura que tan solo pese dos kilos (esto último no es más que una ironía del autor).

Fórmula de Bornhardt:
“El peso en kilogramos será igual a la talla multiplicada por el perímetro medio torácico”.
Se considera delgado al que el resultado le dé 240.

Indice de Pirquet: (Ahora la cosa se complica un poco más).
“Si se multiplica el peso por diez, se divide el producto por la altura sentado (?) y al cociente se le extrae la raíz cúbica, el resultado normal ha de ser cien”.
Es obeso quien obtiene valores mayores de cien (sic).

Indice de Pignet: (Lo conocí por primera vez en mi Servicio Militar).
“Es el resultado de restar a la talla el perímetro torácico y luego el peso”.
Normal: entre 15 y 25. Los “obesos” obtienen valores más bajos.

Hay muchísimas más (decenas más). Me encantaría comunicarle todas las que he encontrado, pero estoy seguro de que usted se aburriría y pasaría las hojas por alto, por lo que todo mi “trabajo de investigación sobre como se determina mediante las matemáticas quién es normal, quién esta gordo y cuál obeso se transformaría en algo total y absolutamente inútil.
Pero déjeme, por favor, que le exponga una última.

Índice de masa corporal (IMC): Es el resultado de dividir el peso en kilogramos por el cuadrado de la talla en metros. Este nuevo intento tiene algo en particular: es lo último de lo último, y está de moda en todos los círculos académicos.
Al principio se consideraban valores normales los que oscilaban entre 20 y 25, luego sus mentores se pusieron más condescendientes y establecieron que es "normal" la persona que se encuentra entre 18 y 27. Es claro, seguramente algún musculoso señor de 1.83 m de altura y 90 Kg sacó cuentas y el resultado le dio 26.87, por lo que, seguramente, fue y protestó. Y como no es tan sencillo discutir con un musculoso fortachón de 1.83 m y 90 Kg, no hubo mayores inconvenientes en subir los límites de la normalidad a 27; y si subimos dos puntos el máximo admitido, es justo que se compense el mínimo con una reducción semejante. ¡Pero no se harán más concesiones ¿Estamos?!

Ahora viene lo feo:
Quienes están entre 27 y 30 son considerados obesos de grado I (sic).
Entre 30 y 40 obesos de grado II.
Mayores de 40 obesos de grado III. A este “grado de obesidad” también se la denomina “Obesidad Mórbida” (Sabe Dios que cosa, exactamente, será padecer obesidad mórbida, ya que para los defensores del concepto obesidad = enfermedad, como morbo quiere decir enfermedad, viene a resultar que la obesidad mórbida en una ”enfermedad enferma” -Dios les ampare-. Aunque debo reconocer que Obesidad Mórbida es menos brusco que la antigua denominación: Obesidad monstruosa).


Anécdota personal:
Cuando era niño, cada vez que le preguntaba a mi padre sobre quién inventó alguna cosa, él me respondía siempre con una jocosa expresión (quiero decir que siempre me hacía el mismo chiste). —Alguien que no tenía nada que hacer— me decía. Luego, obviamente, me daba la respuesta correcta o, si no la sabía, íbamos a investigarlo en nuestra enciclopedia.
—Papá, ¿Quién inventó el teléfono?
—Alguien que no tenía nada que hacer...
—Papá, ¿Quién inventó la radio?
—Alguien que no tenía nada que hacer...
Fin de la anécdota.

Si mi padre viviera, estoy seguro de que cuando le preguntara —¿Quiénes inventaron esas fórmulas?— me contestaría, pero esta vez como única respuesta, sin ir a consultar a la enciclopedia —Algunos que no tenían nada que hacer.
¿No piensa usted lo mismo? ¿En que evidencias se habrán basado para interpretar que las personas que “entran” dentro de sus cifras de normalidad son delgadas, o gordas, según le den las cuentas?
¿No habrán advertido –me pregunto– que la condición de delgadez es el resultado de una autovaloración, de una autoapreciación individual e irrepetible? (con respecto a esta última cuestión debo advertir que existen autoapreciaciones patológicas, que son aquellas que hacen de sí personas “flacas” que aun se ven “gordas”, por lo que deciden seguir muriéndose de hambre para conseguir “lo que sueñan”. De todo este farragoso tema hablaremos más adelante).

Caramba, cuánto tiempo perdido pudiendo haberlo invertido en cosas mucho más productivas: conversar un poco más a fondo con cada paciente gordo que concurre a la consulta, por ejemplo. Inquiriendo más sobre sus intimidades; opinando sobre sus conflictos; intentando la forma de buscar entre médico y paciente una solución individual para él.
Tratando de enseñar a sus alumnos que es más productivo investigar en el alma de cada uno de los que piden su ayuda, su supuesto sabio consejo, que pretender sistematizar, estandarizar cada complexión corporal con una fórmula matemática.
Entendiendo, y haciendo entender a sus discípulos, algo tan elemental como que la medicina no ha sido, ni podrá serlo jamás, una ciencia exacta, y que, encima, ES LA MÁS INEXACTA DE TODAS LAS CIENCIAS, y muchísimo menos en estos menesteres de la figura humana, de la estética del hombre (aún con sus excesos o sus defectos).

Se preguntará usted, a estas alturas, cuál fue el origen de querer establecer quién es quién, o quién es el que está bien y cuál el que está mal. Quizá piense que la respuesta está en la misma pregunta, pero le informo que no es así.
Cuando los gordos comenzaron a pedir ayuda a los médicos, estos, como ya hemos visto en la cuarta Hipótesis, advirtieron que como comían mucho se les debía restringir el alimento hasta que lograran su “delgadez”. Pero comenzaron a observar que si los gordos seguían empeñados en comer poco, seguían “adelgazando” y “adelgazando” (recuerde que en realidad enflaquecían y enflaquecían), por lo que se vieron en la urgente necesidad de poner límites.
¡Sí señor!, todo este universo de fórmulas surgió de la “necesidad de saber cuando parar”.
Es por eso que considero a todo esto una real y lastimosa pérdida de tiempo. Es por eso que estoy seguro de que don Cesáreo, mi padre, que era bastante irónico, me hubiese contestado que idearon todas esas ecuaciones porque no tenían nada más productivo que hacer.

En realidad el límite al adelgazamiento ha de ponerlo la misma fisiología. Es muy simple: cuando un gordo hace las cosas bien (a su momento trataré de explicarle qué creo yo es hacer las cosas bien), cuando logra desembarazarse de la última molécula de grasa extra que le queda de las que había acumulado como “despreciable” reserva, ya no tiene nada que perder.
Mi abuela, que era andaluza, siempre decía: “De donde no hay, mucho no se puede quitar”, y tenía toda la razón. Si a un gordo se le esfuma toda la grasa que tiene de más, ¿qué otra cosa ha de seguir perdiendo si hace las cosas como natura manda?

Adelgazar quiere decir PERDER LOS EXCESOS DE GRASA ACUMULADA (vuelvo a aclararle que estoy hablando desde el estricto punto de vista orgánico. Mas adelante veremos que ADELGAZAR es un logro mucho más difícil de conseguir de lo que ha creído hasta ahora, pero no se desanime y siga leyendo: la gordura es un gran laberinto, pero es un laberinto del que un buen número de personas pueden salir. Espero convencerlo cuando llegue el momento).

ADELGAZAR es sentirse cada vez mejor, con mejor aspecto, con más energía, con mejor humor, con la piel más lozana y fresca…

ADELGAZAR significa que sus medidas se reduzcan hasta que consiga las óptimas, las que le correspondan de acuerdo a su sexo, edad, circunstancias, actividad física, herencia y cultura. No a las que “usted quiera”, sino a las que ”le correspondan”.

NUNCA SE HA CREADO, NI HA DE CREARSE, UNA DIETA A LA QUE USTED SE SOMETA Y “ADELGACE”, Y UNA VEZ QUE ESTE DELGADO COMA LO QUE QUIERA (si, total, ya está delgado) Y NO ENGORDE MÁS.

Como tampoco jamás habrá ningún medicamento que asegure su delgadez perpetua. Espero convencerlo de que no hace falta ningún “remedio” para conseguir semejante logro. Es más, toda medicación que se le indique “para ayudarlo en la empresa” está tan contraindicada como alguna vez lo estaría algún fármaco que pretendiera lograr que un embarazo dure nada más que veintiún días.

Si en estos momentos esta “a dieta”, pero al mismo tiempo está perdiendo el buen aspecto y las ganas de vivir. Si se siente cambiando un conflicto –su gordura–, por otros peores –su insatisfacción y el horrible sentimiento de que todo lo que logre será forzosamente transitorio–, no está adelgazando, está enflaqueciendo.

¿Para qué otra vez?

¡ATENCIÓN!

 Hola, amigos. Les informo que a partir del lunes 12 de octubre de 2020 todo lo que se puede leer en este blog se está reproduciendo en mi ...