sábado, 19 de mayo de 2018

Undécima Hipótesis: EL “PACIENTE PROBLEMA”.

(Si estás gordo podrás transformarte en “delgado para siempre” tan solo si entre tus dones figuran el de la paciencia y la perseverancia. Poseerlos te garantizan que son muchos los métodos que han de darte resultado. Pero si aparte gozas del don de la picardía, sabrás elegir, con total seguridad, el que tenga más sentido común.
Si no posees ninguno de los tres, deja de preocuparte: Dios te pondrá por delante otras metas que sí podrás lograr. Pon tu mente y tus esfuerzos en ellas, y deja de lado ese horrible sentimiento de culpa que te tortura.
Convéncete de que la vida sigue siendo bella… a pesar de no ser delgado ni esbelto)


Cuando decidí que era el momento de escribir este libro, hice, como creo que lo hacemos todos, un esquema de los capítulos que lo conformarían.
El número de ellos, a los que me pareció más correcto y tranquilizador denominar HIPÓTESIS, era mayor que el de mis trabajos anteriores.
Y en la lista había uno que, desde el principio, tuve intenciones de no escribir: ÉSTE.
Lo anoté “por las dudas”, por si alguna vez me animaba a hacerlo.
Lo consulté con un gran número de mis pacientes y con colegas que no se dedican a estos menesteres; lo discutimos a fondo con muchos de ellos, y la encuesta dio que sí, que a pesar de todo, costara lo que costara, debía incluirse.
El pensar que en algún momento debería hacerlo fue la causa principal que me obligó a advertir en el prólogo:
“Ha de leer en esta obra muchos conceptos que no van a gustarle.
Estoy seguro de que muchos sentirán una primera sensación de enojo cuando lean ciertas cosas que en ella están anotadas...”
. Y la reflexión, ahora mi lema, de Henri Poincarè sobre lo cruel de la verdad y lo consolador del engaño.

Desde hace muchos años acarreo un problema ético–intelectual. Miles de mis pacientes, en general extremadamente gordos, que lo estaban desde su infancia o desde hacía muchos años, fracasaban en la empresa de adelgazar a pesar de que ni el hambre ni la falta de variedad eran esta vez la excusa para el abandono.
A medida que discutíamos cada caso en particular con aquellos dos colegas de antaño se fue forjando una expresión para referirnos a ellos: “Los pacientes problema”.
Desengordaban poco o mucho, y en el mejor de los momentos, en la etapa más interesante de sus progresos, nos abandonaban.

El famoso “ojo clínico” se va agudizando con la experiencia cotidiana, con la evidencia de todos los días, y a medida que pasaba el tiempo el nuestro lo hacía de tal manera que podíamos adivinar con mucha certeza durante cuánto tiempo habrían de seguir concurriendo a la consulta cada uno de los que lograban esa calificación.
Podíamos valorar nuestro día a día perfeccionado ojo clínico en base al porcentaje de aciertos en esas predicciones, que iban aumentando mes a mes, año a año.
Llegó un momento en que después de los primeros treinta o cuarenta minutos de transcurrida la primera entrevista ya estábamos en condiciones de predecir que nuestro paciente problema seguiría visitándonos no más, ejemplo, de uno o dos meses; muchas veces “sabíamos” que ni siquiera vendrían al primer control a pesar de mostrarse, inclusive, muy entusiasmados con la propuesta.
Muchas más veces, después de la segunda o tercera visita estábamos seguros de que ya no habría una próxima. Y, desgraciadamente, casi nunca nos equivocábamos.
Lo más curioso y desconcertante era que nuestras predicciones se hacían más exactas cuanto más rápido desengordaban.
En los principios no entendíamos nada.
¿Por qué nos abandonan más rápido cuanto más rápidamente desengordan, máxime cuando todos comentan lo bien que se sienten?
¿Por qué siguen consultándonos más tiempo cuando su proceso de adelgazamiento es más lento?
Debería ser al revés, el sentido común decía que tendría que ocurrir todo lo contrario de lo que en realidad sucedía: quien desengordara rápido permanecería más tiempo con nosotros, estaría conforme, se sentiría feliz con los buenos logros; quien lo hiciera muy lentamente se agotaría, se aburriría, se desilusionaría y acudiría en busca de algo “más efectivo”.
Pero la realidad, con todas sus paradójicas contradicciones, era tal cual como la he relatado.

La primera hipótesis que se me ocurrió, y con la que todos estuvieron de acuerdo, para explicar tan desconcertantes actitudes fue la de la “crisis de identidad”.
Suponía, aún sostengo esa idea, y cada vez con mayor convicción, que notar en el espejo las rápidas modificaciones que iban sucediendo en su estética les producía una crisis de identidad tal que, inconscientemente, les “obligaba” a abandonar el intento.
Los parangonábamos con los adolescentes. En el momento de la literal explosión del desarrollo que ocurre en esas edades, ellos se sienten desconcertados por tan ostensibles cambios. Ven modificar su cuerpo y su manera de pensar con tanta velocidad que, al no poder adaptarse a cada cambio, porque cuando lo están logrando sobreviene otro que vuelve a desconcertarlos, podría uno decir que enloquecen un poquito.
Por eso los médicos, que somos para algunas cosas relativamente pragmáticos, a esas alteraciones de la conducta y el humor, tan estereotipadas y universales en todos los que atraviesan esa etapa de la vida, le llamamos locuela. Y los psicólogos, que están mejor preparados que nosotros para ese tipo de conflictos, la llaman crisis de identidad. Es cierto: es su identidad la que está en crisis; una crisis producida por los cambios corporales y mentales que se hacen tan evidentes a causa de la rapidez con la que ocurren que no pueden asimilarlos, y eso los enajena.
Los psicólogos tienen toda la razón.

Mas los adolescentes no tienen más remedio que soportarla.
Con el correr de los años los cambios se van haciendo cada vez más lentos, y llega un punto, una etapa, en que se desaceleran tanto que llegan a hacerse imperceptibles. En breve tiempo se adaptan a esta nueva y aparentemente “verdadera y definitiva” personalidad, con lo que la crisis se resuelve. Han llegado por fin a la edad del juicio.
Ellos no pueden hacer nada para evitar los cambios de su juventud. Este es un real conflicto del segundo tipo, y no tienen más remedio que adaptarse a él. La dificultad en lograr una adaptación a un nuevo cambio cuando aún no habían logrado hacerlo con el cambio anterior es la que provoca la famosa crisis.

Pero los gordos que adelgazan, si entran en “crisis de identidad” no están obligados a soportarla irremediablemente hasta que aflore su personalidad definitiva; muchos deciden (ellos pueden hacerlo y no los adolescentes) deshacerse de su gordura o detenerse en un determinado momento de su cambio y permanecer allí todo el tiempo que lo deseen (o durante todo el tiempo que lo soporten). O pueden, es lo más usual, volver al principio, a la personalidad que sentían que tenían antes de comenzado el proceso de adelgazamiento, y con la cual “estaban tan protegidos” (errónea, falsamente protegidos... pero se sentían así, protegidos).

Por todo esto es que anoté, al comenzar esta HIPÓTESIS, que desde hace mucho llevo conmigo un problema ético–intelectual.

Ético:
Porque cada vez que viene a consultarme alguien al que mi ojo clínico cree catalogar en pocos minutos como “paciente problema”, al sospechar que no logrará más que otra frustración en más o menos breve tiempo, siento que de alguna forma yo seré cómplice de esa frustración. Él está lleno de anhelos y yo pretendiendo ayudarlo, de todo corazón y poniendo en la empresa todo lo que en estos años he aprendido, toda la paciencia con que Dios me ha dotado (que es mucha, juro que es mucha, mis pacientes son testigos), intuyo que no podremos encontrar una solución definitiva.
¿No estamos perdiendo el tiempo ambos?
Pero para él es peor, porque aparte de su ilusión está invirtiendo dinero en el intento, dinero que si los resultados son negativos viene uno a advertir que podría haber sido utilizado para algo más productivo, o por lo menos para cosas no tan decepcionantes. Y no acaba de meterse en mi cabeza que sea del todo ético percibir dinero por un trabajo que de antemano sospecho que no ha de solucionar el problema por el que vino a buscar mi consejo.

NOTA IMPRESCINDIBLE: este problema ético me superó, y ha sido la causa de que en el año 2010 dejara de atender a pacientes gordos u obesos que por su gordura me consultaran. Soy médico generalista y geriatra, y eso insume ahora el 100 % de mi actividad laboral.  Hoy, ya más maduro y más aterrado por las cosas que aún sigo escuchando y viendo alrededor del “conflicto obesidad”, porque ha de saber que sigo leyendo todo lo que llega a mis manos sobre tan apasionante tema, decidí modernizarlo con el objeto de que pueda llegar a la mayor cantidad de padecientes de gordura u obesidad, inclusive estoy deseando su traducción para llegar a quienes que no hablen español.

Intelectual:
Porque a pesar de mi mucha o poca inteligencia y de las sí muchas oportunidades que he tenido para aprender a utilizarla en estas situaciones (me refiero a la enorme cantidad de “pacientes problema” que han venido a pedir mi auxilio) no he conseguido arribar a la solución final del conflicto que perturba a tantos (en realidad no debiera sentirme tan contrariado, al fin en todo el mundo nadie ha encontrado aún esa solución, y como van las cosas...).
Mas no se sienta usted mal, siga leyendo, no está todo dicho. (tengo necesidad de contarle que he caído en la conclusión que las personas brillantes no son “las inteligentes”, sino aquellas que saben aprovechar al máximo la mucha o poca inteligencia con la que están dotados. El éxito en la vida de los humanos, pienso, surge de una ecuación: inteligencia multiplicada por la capacidad de saber utilizarla. Si se es muy dotado y se tiene poca capacidad de saber usar las dotes, se ha de tener menos éxito que el que alcanzan aquellos que tienen poca inteligencia pero gran capacidad para saber aprovecharla al máximo). La situación es extremadamente compleja, difícil, pero no imposible de solucionar. Ya lo verá, pero lamento anticiparle que todo ha de depender exclusivamente de usted.

A fines de octubre de 1998, concurrió a mi consulta un hombre muy gordo, joven y, según la charla preliminar, una persona, que aparte de muy culta y extremadamente inteligente, mostraba, a mi modesto juicio, todos los francos indicios de saber utilizar óptimamente la inteligencia con la que estaba dotado.

   La charla comenzó distendida, y como él también, al igual que la muchacha de la que le hablaba en la sexta Hipótesis, era el último paciente de la noche, teníamos por delante todo el tiempo del mundo para enlazarnos en cualquier tema.

Desde que nació el concepto “pacientes problema”, en mi interior surgió un eufemismo calificatorio, una idea casi obsesiva que siempre quería apartar de mi mente: la de los “gordos intratables”.

Era obsesiva porque estaba casi seguro de que si alguna vez me animara a decírselo a alguien a quien mi buen sentido tipificara como tal, mi conflicto ético–intelectual comenzaría a resolverse.
Obviamente presuponía que no se lo podría decir a cualquier paciente.
No a cualquiera puede uno decirle —Usted es un gordo intratable... Yo no puedo hacer nada por usted… No creo que alguien pueda hacer algo por usted.

El receptor, por lo menos el de la primera vez que intentara semejante comentario, debería ser una persona muy especial: joven, con capacidad de diálogo (y por eso con la aptitud de escuchar), y por sobre todo que demostrara tener un sentido común, un pragmatismo tal como para soportar semejante opinión sin salir disparado del consultorio.
La persona que tenía enfrente, esa para mí memorable noche, mi ojo clínico me lo decía, reunía todas las condiciones como para afrontar la experiencia con esperanzas. Ése era el día, ése era el paciente, ése era el momento de liberar mi conciencia de aquel formidable conflicto.

Y se lo dije.

Después de una amena charla sobre los pormenores de nuestras identidades, después de un silencio en donde un cúmulo de ideas llenaron mi cerebro haciéndome sentir como aquel que por primera vez va a zambullirse en las aguas de un mar helado y no se decide a dar el salto, se lo dije.
No recuerdo textualmente las palabras que usé, nótese que estaba obnubilado por el temor a semejante actitud, pero ahora me suena que fueron más o menos así:
—Es usted un gordo intratable... Yo no puedo hacer nada para ayudarlo... Nadie puede hacer nada...
Me sentí exactamente igual que si me hubiese arrojado a aquel mar helado: ya estaba en el agua, ahora había que sobrevivir a la situación.

A este comentario se sucedió otro silencio que para mi duró horas, pero que en realidad fue de no más de algunos largos segundos.
Su expresión distendida del principio cambió, se acomodó en la silla, hizo mohines (todo eso mientras yo me preguntaba —¡Por Dios ¿Qué hice?!).

A partir de ese momento se suscitó una charla que duró un poco más de dos horas. Siempre me lamenté de no contar con algún aparato que me hubiese posibilitado grabar esa conversación. Creo que es irrepetible.
Todo giraba en torno al hecho de que yo no me resignaba simplemente a ponerle un mote, una calificación, a los pacientes de su tipo. Que tampoco me resignaba a que entre los miles de pacientes “intratables” que en todos estos años habían concurrido a consultarme no hubiese ni siquiera uno que hubiese podido llegar a la meta que soñaba (o por lo menos acercarse a ella o mantener, aunque más no fuese, el mayor o menor logro obtenido). Y le aseguro, querido lector, que he ensayado todas las tácticas imaginables (por lo menos todas las que yo pudiese haber imaginado).
Intenté todo tipo de abordaje dialéctico. Ideé docenas de parábolas y metáforas para tratar que cada uno me entendiera mejor.
Pero no había resultados.
La única solución que veía posible era la de una vez por todas poner sobre la mesa el nudo del intríngulis, la piedra angular de sus anteriores, actuales y futuros fracasos: enfrentarlo a la verdad. Era una actitud heroica, pero cruel y turbadora. No imaginaba otra forma mejor que involucrar al paciente en la búsqueda y el hallazgo de una solución para él. Que deje de sentir de una buena vez que simplemente todo lo que necesita es que algún médico le enseñe la fórmula mágica para alimentarse, y se pase la vida buscando a quien pueda ofrecerle esa fórmula. Que ni remotamente crea que la encontrará viniendo a mi consulta.
Que algo más debíamos hacer. Que entre él y yo debíamos planear una estrategia para solucionar el problema que le había motivado a pedir mi auxilio, y que si al fin lo lográbamos habríamos hallado el modo de ayudar a miles como él.
Se me ocurrió, y se lo comenté, que como primera medida debería escuchar mi vieja “teoría de los dos capitanes”, que dice más o menos así:

“Cuando el mar se encuentra en calma chicha, el barco puede ser piloteado sin ningún inconveniente por el último de los polizones. Pero si la nave se enfrenta con un violento temporal y tiene dos capitanes, se hunde”.

Esta parábola que uso muy a menudo para muchas circunstancias de mi vida, de la de los que me rodean y de las de mis pacientes, surtió un agradable efecto.
El planteo era simple:
—“Imagine que está usted no en un consultorio médico sino en el puente de un barco cuyo destino es transportarlo al país de los delgados. Sabiendo que la travesía estará signada por terribles temporales, si uno de los dos no toma el mando absoluto, si el navío es conducido por ambos con el mismo grado de autoridad, jamás llegaremos a puerto: o nos hundiremos o deberemos emprender el regreso mucho antes de arribar a la meta.”

La idea era que si no se sometía a un verticalismo absoluto no arribaríamos jamás a un final feliz.
Yo dirigiría la nave y él no sería más que un subordinado que acataría todas mis indicaciones sin siquiera opinar (salvo que yo pidiera su opinión). Actitud muy tiránica, lo reconozco, pero la única que creía que quizás pudiera funcionar en estos tan complejos casos.

Sería yo el que decidiera si los logros alcanzados en cada control fuesen correctos o no.
El no debería preguntarme —¿Cuánto bajé?— sino —¿Cómo voy?— Si yo le contestara —¡Va usted muy bien!— él debería aceptar mi opinión. Como también debería aceptarla si le comentara que va muy mal, aunque él pensara lo contrario. Por ejemplo: si bajase mucho en poco tiempo yo le diría que la cosa no está bien (por aquello de la “crisis de identidad”, cosa de la que también hablamos, y durante mucho tiempo), y él, a pesar de ponerse contento por creer que está logrando rápidamente lo que se había propuesto, aceptaría mi opinión, y mi recomendación de ingerir algún tipo de alimento extra que frenara su veloz desengorde con el objeto de evitarle entrar en crisis.

Le comenté mi parecer sobre el erróneo e improductivo uso del lenguaje: él “vino a adelgazar”, y yo le expliqué que esa meta significaba para él una utopía (usando esa palabra en la más negativa de las acepciones).
Adelgazar, transformarse en delgado a partir de semejante gordura, era una meta tan lejana que, estaba seguro, podía jurárselo, después de unos meses, pensando que aún faltaría tantísimo tiempo para conseguirla, le haría desistir del intento (tal como le comentaba más arriba ha ocurrido con los otros de igual condición).

Mi planteo fue que usáramos el otro término: desengordar. La estrategia era introducirlo en una primera etapa de “desengorde”. Luego de lograda, comenzar una especie de “período de mantenimiento” que duraría el tiempo necesario como para que se adaptara a las nueva personalidad que le devolviera el espejo. (Todo el mundo tiene dos personalidades: la que todos advierten en uno, y la que uno piensa de sí mismo. Si uno le pregunta a Juan sobre la personalidad de Luis, Juan comentará que es simpático, alegre, gran amigo, fiel esposo, celoso padre, no muy alto y gordo.
Si se le preguntara a Luis sobre su personalidad, contestaría, invariablemente: “soy” gordo, creo que alegre, fiel esposo...)

Cuando uno inquiere a alguien sobre la personalidad de otro, la descripción siempre comienza por el contenido y termina con el “envase”.
Cuando se le pregunta a un gordo sobre su personalidad invariablemente comenzará describiendo el envase, y recién después hablará del contenido -muchas veces su autovaloración termina luego de describir el envase-.
Esa actitud es absolutamente lógica. Uno tiene la más acabada conciencia de sí mismo a través de la imagen. Y la imagen que le devuelven el espejo y las vidrieras a cada momento, es la de un señor gordo... Que internamente es fiel amigo, celoso padre...).
Luego de su adaptación, iniciar otro período igual al anterior (desengordar otro poco y volver al mantenimiento para otra nueva adaptación). Y así sucesivamente hasta lograr la meta anhelada por ambos.
Le advertí que todo el proceso no podría durar menos de cinco o seis años. Y lo aceptó, debíamos aprovecharnos de su juventud.
Me contó de sus fracasos anteriores.
Le puse en evidencia que él tan solo creía conocer profundamente a un solo gordo (él mismo), pero que yo sabía de las intimidades de miles. Le aconsejé que aprovechara mi experiencia, que “se dejara llevar”. Y también aceptó.
El pacto se cerró cuando me dijo:
—De acuerdo, ...usted sabe de esto mucho más que yo, ...haré lo que me diga, ...me dejaré llevar. Será usted quien capitanee esta nave.

Temí durante toda la semana que ya no regresara. Mi temor era lógico, jamás le había pintado a ninguno de mis pacientes su realidad en forma tan descarnada, máxime que todo fue dicho en la primera consulta y tan solo algunos pocos momentos después de conocernos. Pero el jueves siguiente estaba allí, a la hora en que habíamos acordado.
—¿Cómo voy?— me preguntó después de realizar los controles de rutina ¡Estaba cumpliendo con lo pactado!
Siguió concurriendo a todas las citas puntualmente. Todo marchaba muy bien. Nos hicimos amigos.

Pero al sexto mes, sin aviso previo, dejó de venir. Como no era su costumbre ese tipo de ausencia, me alarmé y le pedí a mi secretaria que le llamase por teléfono. La excusa que esgrimió era totalmente comprensible, y hasta disculpaba el que ni siquiera nos hubiese comunicado su imposibilidad de concurrir: había enfermado de parotiditis (paperas) que le había contagiado uno de sus hijos. Cuando el médico que lo trataba le diera el alta, retornaría a las consultas.
Pero no vino más.
Muchos meses después me habló pidiendo un nuevo turno. Me puso muy feliz su decisión de retomar el tratamiento. Pero tampoco concurrió esa vez, y no nos hemos vuelto a ver.

Durante más o menos seis meses había concurrido con la frecuencia acordada.
Es muy raro que un paciente de su condición permanezca cuidándose correctamente durante tanto tiempo, máxime cuando los logros alcanzados eran tan notorios, según lo conversamos algunas páginas atrás, y más raro aún cuando jamás se comportó como un segundo capitán.
Como por esos tiempos creía que la estrategia estaba dando resultados, me entusiasmé y comencé a utilizarla con otros de características similares, aunque no me animé a hacerlo con más de ocho o nueve de ellos.

Tarde o temprano todos dejaron de venir.
Algunos retornaron varios meses después; las excusas que me daban por haber abandonado el primer intento a veces eran valederas, y otras veces muy peregrinas. Pero siempre, también, volvieron a claudicar.
Siempre siguieron el mismo paradójico patrón: desaparecían más rápidamente cuanto con más velocidad desengordaban. Pero lo más malo fue que ninguno de ellos, por más que lo hubiesen prometido, dejó de actuar como “el otro capitán”. Siempre opinaban a favor o en contra de lo que iban logrando, y peor, actuaban en consecuencia según ellos lo decidían. Ninguno se subordinó totalmente a mis directivas por más laxas y alentadoras que estas fuesen (a pesar de haber hecho, con todos, aparentemente sólidos pactos).

Lo único positivo es que de todos los que pude averiguar, ninguno se embarcó después en “otro intento diferente”, y menos con nada que pudiese tildarse de “mágico”.
Algo he conseguido: quizá ya no desengorden más, pero tengo fe, quiero tener fe, en que ya nadie los podrá estafar con alguna “propuesta milagrosa”. Seguramente en todos ellos quedo la idea, cosa que de ser cierta me haría muy feliz, de hacer las cosas bien o no hacer nada… Hasta que decidan intentar otra vez lo que ahora, seguramente, consideran que es lo correcto.


Quizá usted se identifique con este tipo tan especial de gordos.
Si lo hace, seguramente no ha de sentirse muy bien a estas alturas.
Tal vez se pregunte cuál es el espíritu que encierra el escribir todas estas cosas.
Cuando algunas veces cavilaba cobre cómo darle forma a esta hipótesis, mi pensamiento dejaba de funcionar, automáticamente, cada vez que pretendía imaginar cómo darle fin.
Es voz popular que no es difícil montar a un tigre, lo realmente peligroso es apearse de él. Me siento como si estuviera en los lomos de la fiera y que ha llegado el momento de bajarme, cosa que en realidad me atemoriza.

Lo haré dándole algunos consejos y poniendo en claro algunas cosas.

Si está usted muy gordo y lo ha estado por mucho tiempo, si nunca ha conseguido más que frustraciones cada vez que ha querido cambiar su condición. Si se siente íntimamente desilusionado, sin esperanzas de encontrar alguna solución:
* Como primera medida trate de ya no engordar más, de no seguir aumentando su gordura.
* Convénzase de que en realidad, como le explicaba en la octava Hipótesis, no es tan malo estar gordo.
* Mejore su modo de alimentarse. (Se lo explicaré en la decimoquinta Hipótesis.)
* Si alguna vez siente la imperiosa necesidad de consumir algo engordante porque en su vida ha aparecido un nuevo conflicto, o porque se ha agravado alguno preexistente, consúmalo sin culpas, pero antes de hacerlo tómese unos minutos para razonar: —En qué me beneficia engordar un poco más—. Si no encuentra la respuesta, luego de comer lo que le apetecía, tómese otros minutos (esta vez un poco más de tiempo) para volver a razonar —¿Qué gano haciendo todo lo posible para aumentar mi ‘conflicto eclipsante’, si el nuevo, o el agravamiento del anterior, por más que esté eclipsado sigue existiendo?
* Cambie ahora su manera de referirse al problema. Habrá notado que siempre que usé el verbo ser lo puse entre comillas (“soy” gordo). También recordará que pedí perdón por abusar de los encomillados y que más adelante le explicaría el por qué de ese abuso.
Ahora es el momento de comunicarle el motivo por el cual destaqué siempre esa palabra.
Todos usamos el verbo ser cuando nos referimos a cosas que tienen que ver con la identidad: “soy médico”, “soy argentino”, “soy padre”...Lo usamos cuando la condición que explicitamos con él es permanente (siempre seré médico, argentino y padre, por ejemplo).
El verbo estar, al que nunca encomillé, lo utilizamos para lo que es transitorio, para lo que dejará, tarde o temprano, de suceder: “estoy cansado”, “estoy confundido”, “estoy alegre”. Esas expresiones tienen en nuestra mente un concepto implícito de transitoriedad.
En Medicina, igual que en el lenguaje cotidiano, usamos el verbo ser para cuando algún trastorno de la salud, o algún conflicto, acompañará para siempre a quien lo padezca: “es insuficiente cardíaco”, “es hipertenso”, “es celíaco”... Y el estar para cuando sabemos que el problema que aqueja a alguien, forzosamente ha de ser transitorio, pasajero: “está deprimido”, “está resfriado”, “está contracturado”...
Nadie dice “soy engripado”, como tampoco “estoy diabético”. Todos saben que la gripe ha de pasar; y que la diabetes quedará para siempre, aunque se la domine, se la estabilice, aunque las cifras de glucosa en sangre se logren mantener acotadas toda la vida. El portador de ese padecimiento dice “soy diabético” porque en realidad lo es y lo será por siempre, es ahora, de alguna forma, parte de su identidad.
Los gordos, curiosamente, usan los verbos al revés. “Soy gordo”, dicen, como si estuviesen resignados a la perpetuidad de su estado. Y cuando logran adelgazar: “estoy delgado”, porque en su interior, inconscientemente, están seguros de que el logro obtenido, irremediablemente para su pesar, ha de ser transitorio (intuyen de alguna forma que más adelante volverán a “ser” gordos).
Cambie ya mismo su modo de expresarse. No diga nunca más —“soy gordo”—, califíquese con el “estoy”. Si se equivoca en la charla, corríjase inmediatamente:
—Soy gordo... ¡No! Quiero decir: estoy gordo— Esta tan simple actitud, cuando se haga hábito, ha de producir muy interesantes beneficios.
* No busque soluciones mágicas. Si no se hace uso del sentido común nada resulta, y “resultar”, en estos casos, significa únicamente perpetuar los logros alcanzados. Entonces:
* Métase en la cabeza que lo que usted “necesita” no es adelgazar, sino no volver a engordar nunca más después de haber adelgazado (o, aunque más no sea, después de haber desengordado).
* No se deje engañar por las publicidades que muy hábilmente realizadas se basan, tan solo, en la rapidez de los resultados de algún método. ¿Qué pretende?, ¿Entrar en una furibunda crisis de identidad, no soportarla, volver a engordar y embarcarse en otra torturante frustración? (Ya vimos que el proceso de adelgazamiento tiene tiempos máximos de progreso que nadie puede acelerar con métodos lógicos, racionales, exceptuando el aumento del gasto energético, con ejercicios o caminatas).
* Si alguna vez concurre a algún médico que le inspire confianza, cuya propuesta le atrae por lo lógica, por el sentido común que muestra, “déjese llevar”, no pretenda ser un segundo capitán. No llegará a puerto si decide cogobernar la travesía.
* Si se siente identificado como alguien que utiliza su gordura como un “conflicto eclipsante”, no trate de resolver usted solo su incapacidad de adaptarse a los conflictos del segundo tipo. Pida ayuda a alguien especializado, un psicólogo por ejemplo, planteándole su problema así, simple y llanamente: —No sé adaptarme a vivir con los conflictos de mi vida cuyas causas desencadenantes no pueden ser eliminadas. Quiero que me diga si puede usted ayudarme, entrenarme, para que pueda adaptarme a convivir con ellos y así resolverlos.
* Jamás se compare con otras personas de su entorno. Así como no es para nada gratificante y consolador que su hermano esté más gordo que usted, no ha de ser peyorativo que su amiga esté más delgada (en realidad “menos gorda”), o que quizá sea delgada.
* Si decide cuidar su alimentación NO SE LO CUENTE A NADIE. Por lo menos a las personas que pueda evitar contárselo, no se lo diga.
* Esto va a parecerle muy absurdo: TRATE DE DISIMULAR LOS LOGROS QUE VA OBTENIENDO, usando ropas que le ajusten, por ejemplo. Eso evitará comentarios como —¡Qué delgada/o estas...!— que aunque resulten muy halagadores, no son más que formidables puntapiés a su inconsciente. Porque a estas alturas ya se habrá convencido que es él, su inconsciente, el verdadero dueño de su grasa.
La mayoría de las veces en que un gordo acude en busca de ayuda a algún profesional, no es porque su inconsciente “lo envía” sino porque, simplemente, “lo deja ir”, él sabe que lo que logre no ha de durarle mucho. Contra “semejante enemigo” es que hay que luchar. Perdóneseme la crudeza de todos estos comentarios, pero no estoy exponiendo más que la evidencia. Es la verdad, usted sabe que es la verdad... Y la verdad muchas veces es cruel (por eso el éxito del engaño).
* El más importante de los consejos: JAMAS TOME NINGÚN MEDICAMENTO QUE TENGA POR OBJETO QUITAR EL HAMBRE. En la próxima Hipótesis le contaré algo con respecto a las anfetaminas (esos son los medicamentos que producen tan deleznable efecto) que seguramente hará, eso espero, que jamás decida consumirlas, ni le permita a nadie que ame que lo haga. Y si ya las ha consumido habrá de espantarlo. Pero, qué quiere que yo haga: sabemos que cruel es a menudo la verdad...
* Y el último: siga leyendo, por favor no abandone aquí este trabajo. Vuelvo a pedirle: téngame paciencia. Vuelvo a asegurarle: verá como al final nos hacemos amigos.

¿Se ha dado cuenta que hay muchas cosas que usted puede hacer por usted?

Siempre le digo a mis pacientes que estoy de acuerdo conque la gordura es mala, pero que estoy convencido de que lo malo de ella no está en sí misma, sino en que obliga a quienes la llevan a someterse a torturantes tratamientos, la mayoría de los cuales son mucho más nefastos que la propia gordura; y que ninguno ha de tener un resultado feliz si previamente no está preparado para el cambio.

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